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lunes, 26 de octubre de 2020

La Torre.

Hacía largo rato que la luna había comenzado a bajar desde su punto más alto. Pronto llegaría un nuevo día y las temperaturas comenzarían a subir. En las áridas tierras al sur del Aguasmansas era más recomendable viajar de noche, al menos en esta época del año, cuando las temperaturas son considerablemente más agradables.

Cerca, coronando una suave pendiente, se encontraba la torre en ruinas que había divisado la tarde anterior. En un primer momento Walder había creído que estaba más cerca, pero le había llevado casi toda la noche llegar hasta ella. Agazapado detrás de uno de los escasos arbustos que crecían en el terreno, observaba pacientemente, atento al más mínimo movimiento que pudiera producirse en el interior de la misma. El derrumbe de una de las caras de la torre, de planta cuadrada y dos pisos de altura, había arrastrado parte de otra, dejando a la vista buena parte del interior. Desde su posición no observaba luz de ninguna hoguera pero el muro exterior, de tres varas de altura, que rodeaba la torre, no le dejaba ver la planta baja en su totalidad.

No obstante, a pesar de la urgencia por encontrar un refugio en el que descansar, no podía cometer ninguna imprudencia. En esta tierra, ruta frecuente de las caravanas de tratantes de esclavos, un viajero solo y casi desarmado era una presa muy apetecible y valiosa. Cogió una piedra más pequeña que un puño y con un rápido movimiento la lanzo al interior del recinto. El ruido de piedra contra piedra sonó cuatro o cinco veces hasta que el silencio volvió a rodearle. Cualquier montura en el interior del lugar sin lugar a dudas habría reaccionado al ruido pero, para su tranquilidad, no oyó el más mínimo sonido.

Semierguido e intentando camuflarse tras los pocos arbustos presentes, ascendió la pedregosa colina lo más rápido que pudo. Con la espalda apoyada en el muro intento serenar su respiración y recuperar el ritmo cardiaco. Avanzó pegado al muro que rodeaba la torre con pasos sigilosos, atento a las piedras sueltas del suelo para no hacer rodar ninguna y se acercó hasta la brecha que se abría a unos treinta pasos. Una vez allí se tomó unos instantes antes de lanzar un breve vistazo hacia el interior del recinto. No había rastro de nadie dentro del lugar. La parte central del pequeño patio estaba presidida por el brocal de un pozo y un árbol seco y sin hojas que se erguía junto a él. Cruzó los dedos y elevó una plegaria para que, con un poco de suerte, el pozo aún tuviera agua. Llevaba casi un día completo sin beber. A pesar de todo no era momento para ese tipo de comprobaciones. Atravesó el patio de una sola carrera y se dirigió hacia la cara derruida de la torre desde la que estudió con detenimiento el interior de la misma. <Vacía>. No había rastro de haber estado ocupada recientemente.

Una vez terminó de registrar el lugar se dirigió al pozo, ahora ya más tranquilo. Miró a su alrededor pero la cuerda del pozo hacía mucho tiempo que había desaparecido. Walder buscó una piedra pequeña, la arrojo dentro y escuchó. El sonido de la piedra al caer en el agua no tardo en oírse. <Agua. Hay agua>. Era su día de suerte. <Al fin>. Agarró la fina cuerda que llevaba colgada en la parte trasera de su cinturón y la desenrollo dentro del pozo. Cuando la volvió a subir, las últimas nueve cuartas de cuerda estaban mojadas. Walder dejó escapar una carcajada de pura felicidad. Su equipaje era bastante exiguo. Una bolsa de piel curtida para colgarse de la espalda, un cuenco de hierro, un viejo y gastado odre, la cuerda, una daga y una espada rota cuya hoja se quebró bajo el peso del chacal con el que se enfrentó unas noches atrás. A pesar de todo conservaba envainada la empuñadura cuya cazoleta y grandes gavilanes mostraban los besos de otros aceros y otros días pasados de lucha. Ya tendría tiempo más adelante de buscar un buen herrero y un nuevo filo para la espada. El problema que se le presentaba ahora era sacar el agua del pozo.

Walder se desabrochó el viejo coleto de cuero de búfalo que le cubría el torso y que le había acompañado los últimos diez años de sus casi veintitrés como, escudero primero y espada a sueldo después. A pesar de los múltiples remiendos que presentaba aquí y allá, durante esos diez años le había salvado de más de una cuchillada inoportuna en los costados. Lo colgó cuidadosamente, de manera casi ritual, de una de las ramas bajas del árbol. Después se quitó la camisa y la ató con fuerza a uno de los extremos de la cuerda. La descolgó hasta que llegó al agua, esperó unos instantes a que se empapara y luego se apresuró a recoger la cuerda. El peso y el ruido del agua que se escurría de la camisa consiguieron que se le escapara una sonrisa. <Ya estás aquí> La apretó contra su cara y succionó el agua con avidez. El agua, que se escurría por la barbilla y el cuello, empapaba su pecho desnudo devolviéndole la vida y las energías. Repitió la operación otra vez y otra más, hasta cuatro veces.

Una vez saciada esta primera necesidad, volvió a ponerse la camisa húmeda y el coleto de cuero rígido encima, y se dirigió hacia el interior de la torre. El peso de la empuñadura de la espada, junto con el de la daga que llevaba atravesada en los riñones, le insuflaba, valor y consuelo frente a la soledad que lo rodeaba. Subiría a la segunda planta y descansaría un buen rato. Con la llegada de la luz podría ver mejor el horizonte y planear la ruta para la siguiente marcha. El puerto de Monte Blanco no podía estar lejos, tres jornadas de viaje, cuatro a lo sumo.

La planta baja de la torre estaba llena de escombros y algunas vigas podridas que habían caído del piso superior. Al fondo de la habitación se encontraba una escalera de madera y piedra que ascendía en espiral hasta el piso superior. La escalera crujió bajo los pies de Walder. Estaba muy deteriorada por el paso del tiempo pero, a pesar de todo, la estructura principal se encontraba en aceptables condiciones y aguantó el peso, mientras subía, sin problemas. Ya en el piso superior, los primeros rayos de sol entraban desde la ventana orientada hacia el este y se reflejaban en la pared opuesta. Desde allí arriba tenía una posición muy ventajosa y una buena vista del terreno que le rodeaba. Un ruido a su espalda hizo que dirigiera su mano de manera instintiva a la empuñadura de su espada mientras se giraba con rapidez. Nada. No había nada detrás de él. Otra vez volvió a escuchar el ruido y dirigió su vista hacia las vigas del techo esta vez. Allí arriba, los ojos amarillentos de una lechuza lo observaban con detenimiento y curiosidad desde su nido. <Comida> -pensó Walder. Al momento se agachó lentamente sin perder de vista al ave, mientras tanteaba el suelo con su mano derecha buscando una piedra. Agarró una y empezó a levantarse. El animal lo miró curioso desde su nido, batió las alas y emprendió el vuelo en dirección a la ventana. Arrojó la piedra contra la lechuza con todas sus fuerzas. Pasó cerca, apenas a un palmo del animal, pero se estrelló contra la pared. La lechuza batió las alas con más fuerza y salió por la ventana. Walder observó con tristeza como su comida se perdía, poco a poco, en el cielo del amanecer.

Centró su atención en el nido, tal vez hubiese algún huevo. Estaba bastante alto pero estaba decidido a llegar hasta él como fuese. Cogió la bolsa de cuero que llevaba colgada a la espalda y la puso en el suelo, se agachó sobre ella y extrajo la cuerda de su interior. La lanzó hacia arriba repetidas veces hasta que consiguió hacerla pasar por encima de la viga. Agarró ambos extremos y los unió mediante un nudo. Tiró varias veces con fuerza para asegurarse de la resistencia de la viga y, una vez comprobado que aguantaría su peso, comenzó a trepar a pulso. Alcanzó con relativa facilidad el techo, no era la primera vez que subía por una cuerda sólo con la ayuda de sus brazos, y tanteo con su mano izquierda el interior del nido. Había tres huevos. Los cogió de uno en uno y se los fue introduciendo en la manga derecha de la camisa, para evitar que se le cayeran al bajar. Una vez en el suelo, extrajo los huevos del interior de la manga y los dejó junto a la bolsa mientras deshacía el nudo de la cuerda y la enrollaba para guardarla de nuevo. Dirigió sus pasos hasta el árbol seco que crecía junto al pozo y, con unas pocas ramitas que rompió del mismo, encendió una pequeña hoguera en el piso superior de la torre para cocinar los huevos. Uno de los huevos tenía ya su pequeña lechuza dentro, así que, después de córtale el pico y las dos patas, la majó con uno de los dientes de ajo que llevaba en la bolsa <Parece que al final sí voy a comer algo de carne>.

Después de comer apagó la pequeña hoguera. Limpió el cuenco de hierro en el que había cocinado y comido y lo guardo de nuevo en la mochila de cuero. Si algo le habían enseñado sus años como soldado era a tener todo ordenado y recogido por si la situación requería desaparecer rápido y sin dejar muchos rastros de su paso por el lugar. El sol ya estaba alto y la temperatura estaba subiendo de manera considerable, así que, se refugió entre las sombras del primer piso, donde el calor era menor, y se dispuso a descansar un rato. Le quedaban unas duras jornadas de viaje todavía hasta conseguir salir de aquella zona desértica y era conveniente tener las fuerzas intactas.

El sueño le venció y cuando vino a despertarse, el sol ya estaba casi desapareciendo por las bajas colinas del oeste. Tenía que apresurarse para no perder tiempo en iniciar la marcha y aprovechar así las horas de temperatura más baja. Cogió la mochila pero, cuando se encaminaba hacia la escalera para bajar y llenar de agua su viejo odre en el pozo, escuchó un relincho y los cascos de un caballo que entraba en el patio con paso lento y cansado. Volvió rápidamente sobre sus pisadas y se agazapó junto a la ventana para ver de quién se trataba. Hasta no asegurarse de cuantos eran y de sus intenciones era mejor no revelar su presencia en la torre.

En la lejanía no se divisaba rastros de más jinetes. <Al menos se trata de un único jinete>. En el patio se encontraba un jinete cubierto de los pies a la cabeza por una túnica color azul oscuro y un turbante del mismo color. En su mano derecha agarraba un látigo enrollado. Delante de la montura avanzaba, de manera cansina, un hombre con el torso desnudo cuyas manos se encontraban atadas con una larga cuerda a la silla de montar del jinete. <Mal asunto. Un esclavista no es frecuente que ande sólo de aquí para allá. Tal vez la tormenta de arena de unos días atrás lo haya separado del resto de la caravana en la que viajaba>. Walder estaba absorto en estos pensamientos cuando dejó caer algunas piedras de la ventana. <Maldición>.

- ¿Quién anda ahí? – gritó el esclavista mientras controlaba su montura que se había asustado por el ruido inesperado producido por las piedras caídas desde la planta superior de la torre al chocar contra el suelo del patio. – Muéstrate.

Ya que había sido descubierto era absurdo permanecer escondido. Walder sabía que se enfrentaba a un único adversario pero, por el contrario, él desconocía cuantos estaban escondidos en la torre. Debía jugar sus cartas con cautela si no quería verse como el hombre que acompañaba al jinete.

Walder salió al patio y se mantuvo a una distancia prudente del jinete. No quería ponerse al alcance del látigo. Ya había probado una vez el beso de uno de esos y todavía tenía grabado en su memoria como ardía la piel donde había impactado.

- ¿Quién eres? ¿Hacia dónde te diriges? – preguntó de manera directa y seca desde la seguridad que le ofrecía su posición elevada en lo alto de su montura.

- Mi nombre es Walder y me dirijo hacia Puerto Blanco – respondió mientras mantenía sus manos sobre la empuñadura de su espada.

- No es tierra para viajar sólo. Es una temeridad.

- No viajo solo – mintió Walder. – El resto de mi grupo está a menos de una jornada de viaje de aquí. Yo me he adelantado para inspeccionar la torre.

En ese momento el prisionero que se había ido colocando detrás del jinete aprovechando la distracción del mismo, se abalanzó sobre éste y lo arrojó al suelo desde su montura. El esclavista se revolvió en el suelo y desplegó el látigo mientras lo descargaba con furia sobre su atacante que recibió la descarga en pleno rostro. Walder tenía una oportunidad que no podía dejar escapar. Sacó la daga de la funda que colgaba en sus riñones y se lanzó rápidamente sobre el hombre armado, rodeándole con fuerza el cuello con su brazo izquierdo y asestándole, con furia, varias puñaladas por la espalda. El enemigo se desplomó sin vida sobre el suelo del patio. Walder se quedó contemplando el cuerpo sin vida mientras pensaba que no era la forma más honrosa de derrotar a un adversario, pero cuando la supervivencia está en juego la honra debe quedarse a un lado.

Un fuerte golpe en la cabeza, seguido de otro de la misma intensidad contra el suelo del patio hizo que todo cuanto le rodeaba se volviera oscuridad y silencio.

Cuando recobró la consciencia lo primero que observó fue una luna que brillaba en lo más alto del cielo. Sentía un dolor terrible en la nuca. Intentó llevarse las manos a la cabeza pero las tenía atadas. Con un gran esfuerzo consiguió sentarse sobre el suelo.

- Al fin te despiertas amigo – sonó una voz a su espalda. - ¡Vamos! ¡Ya es hora de ponernos en camino!

Walder se quedó mirando cómo la túnica azul marino de su captor se movía con la suave brisa de la noche mientras se montaba en el caballo. Cuando sus miradas se cruzaron se quedó petrificado al ver el latigazo que le surcaba, de lado a lado, el rostro.

- No te lo tomes a mal. Te agradezco que me hayas salvado el pellejo, pero me darán un buen dinero por ti en Puerto Blanco. A fin de cuentas…Todos tenemos que sobrevivir en este maldito mundo en el que estamos, ¿no?

viernes, 9 de noviembre de 2018

ENCUENTRO EN LA POSADA.

Algunas mujeres se contoneaban de un lado a otro de la sala ataviadas con escasas prendas de sedas de los más variopintos colores, tratando de llamar la atención de la veintena  de hombres, de las más variadas profesiones y aspectos, que bebían, reían y jugaban en las mesas de madera que poblaban el lugar. Fuera, la noche era ya cerrada por lo que algunos clientes se habían marchado ya.

Una buena parte del humo de la chimenea que calentaba la sala principal invadía todo el lugar ya que debía tener el tiro obstruido por la acumulación de hollín por lo que el olor a humo, unido al de algún guiso grasiento y el sudor de los parroquianos impregnaba el sitio haciendo la atmósfera irrespirable por momentos. A pesar de todo Walder llevaba bastante tiempo sentado en una de las mesas del fondo. Levantó su jarra de barro vacía en alto llamando la atención del camarero que se apresuró a cambiarla por otra llena previo pago de la tarifa correspondiente. Antes de poder darle un sorbo la puerta de la posada se abrió de par en par dejando entrar una oleada de aire que sirvió para refrescar un poco el ambiente viciado de la sala y cuatro hombres de aspecto rudo entraron y se acodaron en la barra mientras comenzaban a pedir bebidas de manera desordenada.

Walder cruzó la mirada con uno de ellos que apartó la vista de inmediato. Dio un trago a su jarra mientras observaba como el desconocido, al que había creído reconocer a pesar de haberlo visto sólo un instante, le susurraba algo a sus otros tres acompañantes. Ninguno miró hacia atrás pero no hizo falta para saber que el individuo  también le había reconocido y que algo no marchaba bien.

Walder no creía en las casualidades. Nunca lo había hecho. Eso le había salvado el pellejo en más de una ocasión en todos sus años como escudero, mercenario y otros muchísimos trabajos de los más variados. Y era mucha casualidad que el tipo que le había estado siguiendo durante toda la tarde y al que creía haber  dado esquinazo en las callejuelas del Barrio Viejo, apareciera aquí y ahora con tres amigotes de aspecto poco tranquilizador. Los observó detenidamente y, aunque por separado no tendría muchos problemas para librase de ellos, llegó a la conclusión que contra los cuatro era una apuesta perdida antes de jugarla. Quién los había enviado era una cuestión que tendría que aclarar más tarde. Desde luego quienquiera que fuera debía estar muy molesto con él para tomarse tantas molestias.  Luego se encargaría de averiguar quién era esa persona. Ahora había otras prioridades.

Dio otro trago a su jarra mientras calibraba todas las opciones que tenía. Sus armas había tenido que dejarlas en la entrada de la posada. Era un requisito imprescindible para que el matón que había en la puerta te dejara pasar. Al menos ellos tampoco tenían armas a no ser que hubieran pasado alguna a escondidas. La salida estaba en el lado opuesto y tendría que pasar por detrás de los cuatro tipos para llegar a ella y difícilmente le dejarían marcharse como si tal cosa. La duda que tenía era si le atacarían allí mismo o una vez que saliera. Junto a la posada había un callejón oscuro que hacía las veces de urinario de la posada. Seguramente ese sería el lugar al que le arrastrarían para saldar cuentas.

Los cuatro individuos le dirigían miradas furtivas y nerviosas constantemente mientras apuraban sus bebidas. Su envergadura debía tenerlos un poco atemorizados a pesar de superarle en número. Tenía que actuar con rapidez antes de que ellos tomaran la iniciativa. Si algo había aprendido en sus años como soldado en la frontera norte es que es preferible cargar a esperar y recibir una carga.

Puso las dos palmas de las manos sobre la mesa y se levantó de manera  muy lenta, lo suficientemente despacio como para parecer cansado. Trastabilló un par de veces para que pensaran que estaba completamente borracho. Caminó hacia la barra con la mirada perdida. Los cuatro tipos se miraban y se sonreían. Estaban bajando la guardia ante lo que creían que sería un trabajo fácil, rápido y sin ningún problema. Hacían bromas y se reían de manera ruidosa. Walder se acodó junto a ellos y depositó dos monedas sobre la barra.

Se giró hacia ellos y los miró fijamente a los ojos uno a uno, muy despacio. Había llegado el momento de finalizar su actuación. Con una rapidez endiablada cogió uno de los taburetes de madera que se encontraban junto a la barra y, levantándolo sobre su cabeza con las dos manos, lo estampó de manera violenta sobre la cabeza de uno de ellos que se abrió como una sandía madura salpicando toda de barra de sangre mientras se desplomaba sin vida sobre el suelo entre astillas y maderas rotas.

Varias de las prostitutas que estaban en la sala comenzaron a gritar y la mayoría de los parroquianos abandonaron el local de manera precipitada derribando por el camino sillas, mesas y todo lo que había sobre ellas con un gran estruendo de jarras y platos rotos ante la perspectiva de problemas. Walder se movió rápidamente y descargó el puño con todas sus fuerzas sobre la mandíbula de otro de ellos que crujió con un ruido que se escuchó por encima del alboroto que había en la sala. El hombre, con los ojos en blanco, cayó sin conciencia al suelo como un muñeco de trapo. <<Dos menos>>, pensó mientras se daba la vuelta y salía corriendo hacia la puerta de la posada lo más rápido que le permitían sus piernas.

Una vez fuera se escondió junto a la puerta y esperó a que alguno de los dos matones que quedaban en pie hiciera acto de presencia. Si les daba la espalda podrían echársele encima en cualquier momento. Así, en cuanto asomó la cabeza por la puerta el primero de los dos perseguidores que seguían en pie, le encajó un puñetazo en pleno rostro que lo lanzó de nuevo hacía dentro de la posada cayendo de manera pesada sobre su otro compinche que venía pegado a él y haciéndolos rodar a ambos por el suelo.

Se giró sobre sí mismo. Miró en derredor y comprobó, para su alivió, que no había ningún matón en el exterior. Habían sido muy torpes al no dejar a nadie fuera para cortar una posible huida de la presa a por la que habían venido. Un error imperdonable. Sin demorarse más, emprendió la carrera perdiéndose por las callejuelas oscuras al amparo de la noche.

lunes, 6 de agosto de 2018

SIETE DÍAS.

Cruzado de brazos frente a frente le dije que no estaba de acuerdo en absoluto. En siete días no era posible que hubiera acabado toda la tarea que tenía por delante y no presentara multitud de fallos y cabos sueltos.

Él me miró de arriba abajo frunciendo el ceño que manera casi amenazante. Yo confiaba en que, atendiendo a su bondad, encajaría las críticas de mejor manera. 

En el preciso momento en que los relámpagos comenzaron a iluminar el firmamento me di cuenta que estaba muy equivocado.

sábado, 4 de febrero de 2017

RESEÑA: EL HOBBIT

Esta novela de fantasía fue escrita por J. R. R. Tolkien en el periodo que transcurre entre el final de la Primera Guerra Mundial y el comienzo de la Segunda.

El libro narra las aventuras de Bilbo Bolson, un típico hobbit (tranquilo, sosegado, amante de la comodidad, de la buena comida y una charla con los amigos) que vive apaciblemente en su confortable agujero en La Comarca. Un día recibirá la inesperada visita del mago Gandalf el Gris y de trece enanos que lo convencerán para que se embarque con ellos en una gran aventura.

A pesar de haber sido publicado en 1937 el texto está escrito de una manera muy ágil, con un buen ritmo, que hace que las aventuras de Bilbo y sus compañeros de viaje se sucedan de manera constante sin apenas dar descanso entre una y otra. Aunque en un primer momento estaba enfocado a un público infantil y juvenil, su lectura, puede resultar interesante para lectores de cualquier edad.

La lectura es muy amena y consigue que te sumerjas desde un primer momento en la historia. A pesar de no perderse en excesivas descripciones ha conseguido dotar de una gran profundidad al universo creado por el autor para situar las aventuras de Bilbo.

lunes, 4 de julio de 2016

LA TORRE. CAPÍTULO III

En la lejanía no se divisaba rastros de más jinetes. <Al menos se trata de un único jinete>. En el patio se encontraba un jinete cubierto de los pies a la cabeza por una túnica color azul oscuro y un turbante del mismo color. En su mano derecha agarraba un látigo enrollado. Delante de la montura avanzaba, de manera cansina, un hombre con el torso desnudo cuyas manos se encontraban atadas con una larga cuerda a la silla de montar del jinete. <Mal asunto. Un esclavista no es frecuente que ande sólo de aquí para allá. Tal vez la tormenta de arena de unos días atrás lo haya separado del resto de la caravana en la que viajaba>. Walder estaba absorto en estos pensamientos cuando dejó caer algunas piedras de la ventana. <Maldición>.

- ¿Quién anda ahí? – gritó el esclavista mientras controlaba su montura que se había asustado por el ruido inesperado producido por las piedras caídas desde la planta superior de la torre al chocar contra el suelo del patio. – Muéstrate.

Ya que había sido descubierto era absurdo permanecer escondido. Debía jugar sus cartas con cautela si no quería verse como el hombre que acompañaba al jinete. Walder sabía que se enfrentaba a un único adversario pero, por el contrario, él desconocía cuantos estaban escondidos en la torre.

Walder salió al patio y se mantuvo a una distancia prudente del jinete. No quería ponerse al alcance del látigo. Ya había probado una vez el beso de uno de esos y todavía tenía grabado en su memoria como ardía la piel donde había impactado.

- ¿Quién eres? ¿Hacia dónde te diriges? – preguntó de manera directa y seca desde la seguridad que le ofrecía su posición elevada en lo alto de su montura.

- Soy Walder y me dirijo a Puerto Blanco – respondió mientras mantenía sus manos sobre la empuñadura de su espada.

- No es tierra para viajar sólo. Es una temeridad.

- No viajo solo – mintió Walder. – El resto de mi grupo está a una jornada de viaje de aquí. Yo me he adelantado para inspeccionar la torre.

En ese momento el prisionero que se había ido colocando detrás del jinete aprovechando la distracción del mismo, se abalanzó sobre éste y lo arrojó al suelo desde su montura. El esclavista se revolvió en el suelo y desplegó el látigo mientras lo descargaba con furia sobre su atacante que recibió la descarga en pleno rostro. Walder tenía una oportunidad que no podía dejar escapar. Sacó la daga de la funda que colgaba en sus riñones y se lanzó rápidamente sobre el hombre armado, rodeándole el cuello con su brazo izquierdo y asestándole, con furia, varias puñaladas por la espalda. El enemigo se desplomó sin vida sobre el suelo del patio. Walder se quedó contemplando el cuerpo sin vida mientras pensaba que no era la forma más honrosa de derrotar a un adversario, pero cuando la supervivencia está en juego la honra debe quedarse a un lado.

Un fuerte golpe en la cabeza, seguido de otro de la misma intensidad contra el suelo del patio hizo que todo cuanto le rodeaba se volviera oscuridad y silencio.

Cuando recobró la consciencia lo primero que observó fue una luna que brillaba en lo más alto del cielo. Sentía un dolor terrible en la nuca. Intentó llevarse las manos a la cabeza pero las tenía atadas. Con un gran esfuerzo consiguió sentarse sobre el suelo.

- Al fin te despiertas amigo – sonó una voz a su espalda. - ¡Vamos! ¡Ya es hora de ponernos en camino!

            Walder se quedó mirando cómo la túnica azul marino de su captor se movía con la suave brisa de la noche mientras se montaba en el caballo. Cuando sus miradas se cruzaron se quedó petrificado al ver el latigazo que le surcaba, de lado a lado, el rostro.

- No te lo tomes a mal. Te agradezco que me hayas salvado, pero me darán un buen dinero por ti en Puerto Blanco. Todos tenemos que sobrevivir, ¿no?

lunes, 25 de abril de 2016

LA TORRE. CAPÍTULO II

La planta baja de la torre estaba llena de escombros y algunas vigas podridas que habían caído del piso superior. Al fondo de la habitación se encontraba una escalera de madera y piedra que ascendía en espiral hasta el piso superior. La escalera crujió bajo los pies de Walder. Estaba muy deteriorada por el paso del tiempo pero, a pesar de todo, la estructura principal se encontraba en aceptables condiciones y aguantó el peso, mientras subía, sin problemas. Ya en el piso superior, los primeros rayos de sol entraban desde la ventana orientada hacia el este y se reflejaban en la pared opuesta. Desde allí arriba tenía una posición muy ventajosa y una buena vista del terreno que le rodeaba. Un ruido a su espalda hizo que dirigiera su mano de manera instintiva a la empuñadura de su espada mientras se giraba con rapidez. Nada. No había nada detrás de él. Otra vez volvió a escuchar el ruido y dirigió su vista hacia las vigas del techo esta vez. Allí arriba, los ojos amarillentos de una lechuza lo observaban con detenimiento y curiosidad desde su nido. <Comida> -pensó Walder. Al momento se agachó lentamente sin perder de vista al ave, mientras tanteaba el suelo con su mano derecha buscando una piedra. Agarró una y empezó a levantarse. El animal lo miró curioso desde su nido, batió las alas y emprendió el vuelo en dirección a la ventana. Arrojó la piedra contra la lechuza con todas sus fuerzas. Pasó cerca, apenas a un palmo del animal, pero se estrelló contra la pared. La lechuza batió las alas con más fuerza y salió por la ventana. Walder observó con tristeza como su comida se perdía, poco a poco, en el cielo del amanecer.

Centró su atención en el nido, tal vez hubiese algún huevo. Estaba bastante alto pero estaba decidido a llegar hasta él como fuese. Cogió la bolsa de cuero que llevaba colgada a la espalda y la puso en el suelo, se agachó sobre ella y extrajo la cuerda de su interior. La lanzó hacia arriba repetidas veces hasta que consiguió hacerla pasar por encima de la viga. Agarró ambos extremos y los unió mediante un nudo. Tiró varias veces con fuerza para asegurarse de la resistencia de la viga y, una vez comprobado que aguantaría su peso, comenzó a trepar a pulso. Alcanzó con relativa facilidad el techo, no era la primera vez que subía por una cuerda sólo con la ayuda de sus brazos, y tanteo con su mano izquierda el interior del nido. Había tres huevos. Los cogió de uno en uno y se los fue introduciendo en la manga derecha de la camisa, para evitar que se le cayeran al bajar. Una vez en el suelo, extrajo los huevos del interior de la manga y los dejó junto a la bolsa mientras deshacía el nudo de la cuerda y la enrollaba para guardarla de nuevo. Dirigió sus pasos hasta el árbol seco que crecía junto al pozo y, con unas pocas ramitas que rompió del mismo, encendió una pequeña hoguera en el piso superior de la torre para cocinar los huevos. Uno de los huevos tenía ya su pequeña lechuza dentro, así que, después de cortarle el pico y las dos patas, la majó con uno de los dientes de ajo que llevaba en la bolsa <Parece que al final sí voy a comer algo de carne>

Después de comer apagó la pequeña hoguera. Limpió el cuenco de hierro en el que había cocinado y comido y lo guardo de nuevo en la mochila de cuero. Si algo le habían enseñado sus años como soldado era a tener todo ordenado y recogido por si la situación requería desaparecer rápido y sin dejar muchos rastros de su paso por el lugar. El sol ya estaba alto y la temperatura estaba subiendo de manera considerable, así que, se refugió entre las sombras del primer piso, donde el calor era menor, y se dispuso a descansar un rato. Le quedaban unas duras jornadas de viaje todavía hasta conseguir salir de aquella zona desértica y era conveniente tener las fuerzas intactas.

El sueño le venció y cuando vino a despertarse, el sol ya estaba casi desapareciendo por las bajas colinas del oeste. Tenía que apresurarse para no perder tiempo en iniciar la marcha y aprovechar así las horas de temperatura más baja. Cogió la mochila pero, cuando se encaminaba hacia la escalera para bajar y llenar de agua su viejo odre en el pozo, escuchó un relincho y los cascos de un caballo que entraba en el patio con paso lento y cansado. Volvió rápidamente sobre sus pasos y se agazapó junto a la ventana para ver de quién se trataba. Hasta no asegurarse de cuantos eran y de sus intenciones era mejor no revelar su presencia en la torre.

jueves, 31 de marzo de 2016

LA BRUJA DEL ESTE

La Bruja del Norte observaba impotente con tristeza como el que otrora vez fuera el alegre pueblo de los pequeños Munchkins, era obligado a trabajar día y noche en las minas y los campos para satisfacer los deseos caprichosos y las ansias de riqueza de la Bruja del Este.

Todos los héroes y grandes magos del Reino de Oz habían intentado derrotar a la malvada y poderosa bruja pero todos habían fracasado en el intento. Nadie había sido capaz de acabar con ella. Tampoco nadie había podido burlar su control y escapar. Los pequeños enanos, de puntiagudos gorros azules y grandes barbas y bigotes, habían perdido toda esperanza de recuperar su libertad.

Sólo podían esperar que ocurriera un milagro, como que una casa le cayera encima, pero eso era completamente imposible… o tal vez no.

martes, 29 de marzo de 2016

EL PASO DEL TIEMPO

Finalmente, después de casi un siglo, un valeroso caballero consiguió superar todas las adversidades que se le presentaron y llegar a la torre en la cima del volcán, para liberar a la bella princesa que sería su esposa. Para su sorpresa, lo único que encontró fue un esqueleto vestido con ropajes de sedas blancas desgastados por el tiempo tumbado en una cama carcomida y un basilisco muerto de hambre que debía vigilar a la princesa en su encierro.

jueves, 17 de marzo de 2016

EL HOMBRE DEL SACO

Nicolás, con sus escasos cuatro años y medio, se calzó sus botas de lluvia azul marino y se ató su capa de Superman. Se colocó su casco de montar en bicicleta con ambas manos. Embrazó su escudo y agarró con fuerza su espada de plástico y, sentado en la cama, esperó a que viniera el Hombre del Saco para derrotarlo como los valientes caballeros de los cuentos que le leía su padre. Estaba decidido a vencerle hasta que, finalmente, le venció el sueño.

lunes, 14 de marzo de 2016

LA TORRE. CAPÍTULO I.


Hacía largo rato que la luna había comenzado a bajar desde su punto más alto. Pronto llegaría un nuevo día y las temperaturas comenzarían a subir. En las áridas tierras al sur del Aguasmansas era más recomendable viajar de noche, al menos en esta época del año, cuando las temperaturas son considerablemente más agradables.

Cerca, coronando una suave pendiente, se encontraba la torre en ruinas que había divisado la tarde anterior. En un primer momento Walder había creído que estaba más cerca, pero le había llevado casi toda la noche llegar hasta ella. Agazapado detrás de uno de los escasos arbustos que crecían en el terreno, observaba pacientemente, atento al más mínimo movimiento que pudiera producirse en el interior de la misma. El derrumbe de una de las caras de la torre, de planta cuadrada y dos pisos de altura, había arrastrado parte de otra, dejando a la vista buena parte del interior. Desde su posición no observaba luz de ninguna hoguera pero el muro exterior, de tres varas de altura, que rodeaba la torre, no le dejaba ver la planta baja en su totalidad.

No obstante, a pesar de la urgencia por encontrar un refugio en el que descansar, no podía cometer ninguna imprudencia. En esta tierra, ruta frecuente de las caravanas de tratantes de esclavos, un viajero solo y casi desarmado era una presa muy apetecible y valiosa. Cogió una piedra más pequeña que un puño y con un rápido movimiento la lanzo al interior del recinto. El ruido de piedra contra piedra sonó cuatro o cinco veces hasta que el silencio volvió a rodearle. Cualquier montura en el interior del lugar sin lugar a dudas habría reaccionado al ruido pero, para su tranquilidad, no oyó el más mínimo sonido.

Semierguido e intentando camuflarse tras los pocos arbustos presentes, ascendió la pedregosa colina lo más rápido que pudo. Con la espalda apoyada en el muro intento serenar su respiración y recuperar el ritmo cardiaco. Avanzó pegado al muro que rodeaba la torre con pasos sigilosos, atento a las piedras sueltas del suelo para no hacer rodar ninguna y se acercó hasta la brecha que se abría a unos treinta pasos. Una vez alli se tomo unos instantes antes de lanzar un breve vistazo hacia el interior del recinto. No había rastro de nadie dentro del lugar. La parte central del pequeño patio estaba presidida por el brocal de un pozo y un árbol seco y sin hojas que se erguía junto a él. Cruzó los dedos y elevó una plegaria para que, con un poco de suerte, el pozo aún tuviera agua. Llevaba casi un día completo sin beber. A pesar de todo no era momento para ese tipo de comprobaciones. Atravesó el patio de una sola carrera y se dirigió hacia la cara derruida de la torre desde la que estudió con detenimiento el interior de la misma. <Vacía>. No había rastro de haber estado ocupada recientemente.

Una vez terminó de registrar el lugar se dirigió al pozo, ahora ya más tranquilo. Miró a su alrededor pero la cuerda del pozo hacía mucho tiempo que había desaparecido. Walder buscó una piedra pequeña, la arrojo dentro y escuchó. El sonido de la piedra al caer en el agua no tardo en oírse. <Agua. Hay agua>. Era su día de suerte. <Al fin>. Agarró la fina cuerda que llevaba colgada en la parte trasera de su cinturón y la desenrollo dentro del pozo. Cuando la volvió a subir, las últimas nueve cuartas de cuerda estaban mojadas. Walder dejó escapar una carcajada de pura felicidad. Su equipaje era bastante exiguo. Una bolsa de piel curtida para colgarse de la espalda, un cuenco de hierro, la cuerda, una daga y una espada rota cuya hoja se quebró bajo el peso del chacal con el que se enfrentó unas noches atrás. A pesar de todo conservaba envainada la empuñadura cuya cazoleta y grandes gavilanes mostraban los besos de otros aceros y otros días pasados de lucha. Ya tendría tiempo más adelante de buscar un buen herrero y un nuevo filo para la espada. El problema que se le presentaba ahora era sacar el agua del pozo.

Walder se desabrochó el viejo coleto de cuero de búfalo que le cubría el torso y que le había acompañado los últimos diez años de sus casi veintitrés como, escudero primero y espada a sueldo después. A pesar de los múltiples remiendos que presentaba aquí y allá, durante esos diez años le había salvado de más de una cuchillada inoportuna en los costados. Lo colgó cuidadosamente, de manera casi ritual, de una de las ramas bajas del árbol. Después se quitó la camisa y la ató con fuerza a uno de los extremos de la cuerda. La descolgó hasta que llegó al agua, esperó unos instantes a que se empapara y se apresuró a recoger la cuerda. El peso y el ruido del agua que se escurría de la camisa consiguió que se le escapara una sonrisa. <Ya estas aquí> La apretó contra su cara y succionó el agua con avidez. El agua, que se escurría por la barbilla y el cuello, empapaba su pecho desnudo devolviéndole la vida y las energías. Repitió la operación otra vez y otra más, hasta cuatro veces.

Una vez saciada esta primera necesidad, volvió a ponerse la camisa húmeda y el coleto de cuero rígido encima, y se dirigió hacia el interior de la torre. El peso de la empuñadura de la espada, junto con el de la daga que llevaba atravesada en los riñones, le insuflaba, valor y consuelo frente a la soledad que lo rodeaba. Subiría a la segunda planta y descansaría un buen rato. Con la llegada de la luz podría ver mejor el horizonte y planear la ruta para la siguiente marcha. El puerto de Monte Blanco no podía estar lejos, tres jornadas de viaje, cuatro a lo sumo.

domingo, 13 de marzo de 2016

TEMBLOR

Cuando el temblor terminó por fin, y el polvo se asentó, la débil llama de la antorcha iluminó alrededor mostrando una oscuridad que nunca antes había visto. Esta vez sí se encontraba absolutamente solo.

lunes, 9 de noviembre de 2015

ENCUENTRO EN LA OSCURIDAD

Percibió algo que puso su cuerpo y su mente completamente en tensión. Realizó un esfuerzo mayor mientras se acariciaba la espesa y blanca barba con su mano derecha y pudo captarlo con mayor fuerza y claridad. No era algo, sino alguien. Y no uno, sino varios. Se centró más aún en el grupo. Era indudable que viajaban juntos, de eso no había la menor duda. Deseaba con todas sus fuerzas hablar con ellos. Saber sus intenciones y su destino final. Pero mostrarse abiertamente podía ocasionarle problemas ya que desconocía cuales eran sus verdaderas intenciones. Así que decidió esperar en un segundo plano, en las sombras, hasta descubrir un poco más sobre ellos.

No quería que su impaciencia le llevase a cometer errores iguales a los cometidos en el pasado. Pero su curiosidad y ansias por saber más de ellos se acrecentaban por momentos. Así, intentó expandir su mente un poco más allá. Ahora podía percibirlos con mayor claridad aún. Era como si se encontrara entre ellos, justo a su lado. Eran cuatro. El primero en el que fijó todos sus sentidos era, indudablemente, un guerrero. Algo que podía suponerse por la armadura completa que portaba con gallardía. Se veía que era un guerrero experimentado como denotaban algunas abolladuras en la coraza y las marcas de otros aceros contra ella. Y debía poseer una fuerza extraordinaria como así se podía deducir por la espada bastarda que colgaba de su espalda. Un arma que requería de unos brazos fuertes para blandirla. Cerca, sentadas junto a la hoguera, conversaban dos figuras más delgadas. Dos mujeres, sin duda. La primera de cabellos cortos y negros. Piel morena y vestimentas blancas procedía indudablemente de las tierras del otro lado del Mar de Corla, allí en el sur. Sus muñecas estaban adornadas por una gran cantidad de finos aros dorados que tintineaban con el movimiento de sus manos de manera armoniosa. Su interlocutora era de cabellos rubios y largos. Sus orejas puntiagudas confirmaban que se trataba de una elfa. El arco largo que descansaba junto a ella y sus ropajes de exploradora confirmaban que debía ser una excelente tiradora. De pronto, con un rápido movimiento, se llevó el dedo índice de su mano izquierda junto a sus labios y agarró con premura su arco mientras observaba con mirada penetrante cuanto las rodeaba. Sin darse cuenta, había bajado la guardia mientras las estudiaba, desvelando su presencia de manera imprudente. Por unos momentos contuvo la respiración hasta que la elfa volvió a soltar el arco y siguió conversando con su compañera.

Un poco más alejado del grupo, en el límite entre la luz de la hoguera y las tinieblas de la noche que envolvían al grupo, captó al cuarto miembro. El más misterioso sin lugar a dudas. Estaba envuelto en una amplia túnica de color carmesí cuya capucha le cubría el rostro dejando tan solo al descubierto una pequeña barba color gris. Intentó averiguar algo más sobre él, pero parecía como si un aura mágica lo rodeara y blindara de cualquier escrutinio no deseado. Le fue imposible averiguar nada más sobre él.

Satisfecho con las investigaciones que había realizado cortó el enlace mental con el grupo, al menos por el momento, y volvió al mundo que le rodeaba. Con la mayor celeridad posible para no olvidar ningún detalle de su encuentro, dio un sorbo al café que empezaba a enfriarse en la taza y comenzó a golpear las teclas de su vieja Olivetti color rojo.


sábado, 12 de septiembre de 2015

LA LLAVE DE LARN

“Cuentan las leyendas más antiguas que la llave de Larn fue creada por entidades muy poderosas procedentes de otros tiempos lejanos y de otros lugares más lejanos aún. Una llave mágica de una belleza extraordinaria, de oro macizo y misteriosas runas grabadas, capaz de abrir cualquier cerradura de este mundo y crear entradas cósmicas a lugares insólitos ubicados en otros mundos y en otras dimensiones.”

-“¡Venga ya, hermanito! ¿En serio sigues creyendo esa historia? –Preguntó Elías a su hermano pequeño-. “No son más que cuentos para niños pequeños.”

-“¡Es una historia real!” –Gritó Iván enojado, mientras su cara enrojecía a causa de la ira-. “Lo he leído en uno de los libros que guarda papá arriba, en el trastero. Además, tengo aquí la llave. ¡Mira!”

Elías le arrebató la llave de la palma de la mano a su hermano y la miró fijamente por ambos lados. Fue apenas unos segundos pero parecieron eternos para el pequeño Iván. Un momento después metió la llave dorada en la cerradura de la casa, parecía encajar perfectamente.

-“¡Espera!, ¡No gires la llave! –Gritó a su hermano mientras intentaba agarrarle la mano para impedir que abriera la cerradura.

-El mayor de los hermanos giró la llave y abrió la puerta para entrar en la casa. Iván se cubrió los ojos con las palmas de las manos y se quedó quieto en el porche, ante el umbral de la vivienda.

-“¿Puede saberse qué haces ahí parado en la puerta? ¡Quítate las manos de la cara y siéntate en la mesa que la cena está preparada!”

Iván bajó sus manos despacio, con miedo a lo que se podía encontrar. Frente a él sólo se encontraba su madre con una fuente humeante que acababa de sacar del horno. Todo estaba como siempre. No había nada extraño.

Cuando su madre se perdió de vista por la puerta que daba paso al salón. Sacó la llave de la cerradura y la guardó en uno de los bolsillos de su pantalón. Cerró la puerta de entrada y subió de manera precipitada a la planta de arriba, donde se encontraba el trastero. Abrió el primer cajón del antiguo escritorio de ébano. Depositó la llave dentro del pequeño cofrecillo de hierro que allí había y bajó otra vez para sentarse a la mesa.

Esperaron a que Elías se sentara a la mesa a cenar pero éste nunca apareció. Iván lo vio entrar pero su madre no. Su madre sólo lo vio a él delante de la puerta abierta con los ojos tapados. Su hermano mayor no había llegado a entrar en la casa. Había abierto un portal dimensional a otro mundo y ahora estaba atrapado dentro de él.

Si tan solamente le hubiera hecho caso...





viernes, 11 de septiembre de 2015

LAS CRÓNICAS DE SIR ARTHUR DE AGUASVERDES: EL PUENTE DE PÁRAMO HELADO


Montura y jinete avanzaban de manera pesada, casi imperceptible a los sentidos, a través del extenso y desolado páramo. Hacía tiempo que la nieve lo había cubierto, con su blanco manto, en su totalidad, lo que les dificultaba caminar más aún si cabe. El jinete lucía una armadura que debió ser bella y reluciente en otros tiempos mejores pero que ahora apenas alcanzaba a ser la sombra de lo que antaño fue. Le cubría desde los pies hasta el cuello y presentaba más de una abolladura y alguna que otra parte bastante oxidada, sobre todo por los bordes. El gélido viento recorría el páramo con furia y los golpeaba sin ninguna contemplación, helándolos hasta lo más profundo de sus cuerpos.

- Maldito seas jamelgo, si no fueras tan lento habríamos llegado hace ya algunos días a nuestro destino – gruñó el jinete.

- Si no estuvieras tan gordo y viejo, tal vez podríamos ir más rápido – le contestó la montura sin ninguna contemplación.

- Debí dejar que te murieras de hambre en la mugrienta cuadra de aquel malvado mago que derroté en las Montañas Oscuras, hace tanto tiempo que no alcanzo a recordar.

- Si no lo hubieras matado quizás me hubiera devuelto a mi forma humana y seguiría siendo aquel apuesto joven que era antes y a cuyos pies caían rendidas por igual doncellas y mozas.

- ¿Apuesto? - Si eres feo hasta para ser caballo, desgraciado. Dudo mucho que fueras bello como humano – respondió el jinete mientras se sacudía algunos trozos de hielo de la espesa y descuidada barba de color gris.

- Debería ponerme en pie sobre mis cuartos traseros y arrojarte al suelo para que fueras caminando el resto del trayecto. Siempre que alcances a ponerte en pie, nuevamente, claro.

- No te molestes… Yo mismo me arrojaría al suelo si consiguiera reunir las fuerzas necesarias para hacerlo. Antes que seguir montado sobre tu lomo soportando esa horrible cojera que tienes y que terminará por molerme todos los huesos del cuerpo, maldito.

Frente a ellos, se abría camino un caudaloso río que surcaba, de lado a lado, cuanto abarcaba la vista. Un puente de un solo arco y piedra grisácea, tan viejo como las montañas que se divisaban a lo lejos se erguía, o al menos eso intentaba, uniendo las dos orillas.

- ¡Andando! - Ordenó mientras azuzaba a su montura.

- ¿En serio piensas que vamos a cruzar por ahí? – preguntó el caballo.

- ¿Ves algún otro sitio mejor? – fue la irónica respuesta que recibió por parte del caballero.

- ¡Oh, vamos! Ese puente es una auténtica ruina a punto de venirse abajo en cualquier momento. ¿Tienes idea de qué temperatura puede tener el agua? No pienso morir hoy ni congelado, ni ahogado cuando caigas sobre mí con tu enorme barrigón.

- Cállate ya de una vez y camina, maldito jamelgo. Ese puente aguantará nuestro peso con total seguridad.

- Muy bien, señor sabelotodo, pero cuando caigamos al agua no me digas que no te lo advertí. ¡Qué lugar tan horrible para venir a morir! – continuó gruñendo el caballo, mientras ponía temeroso una de las patas sobre el puente. Maldito sea, mil veces, el día que me sacaste de la cuadra del mago.

- ¡No seas estúpido! De no ser por mí hace ya tiempo que habrías muerto de hambre en aquel apestoso agujero – le respondió al caballo.

- Tampoco es que ahora comamos mucho. ¡Al menos yo! - respondió mientras ponía la otra pezuña delantera sobre el viejo puente.

- ¡Alto! – exclamó una voz ronca y grave desde la parte baja del puente interrumpiendo la discusión de jinete y caballo.

- ¿Quién es? ¿Quién anda ahí? – preguntó el caballero mientras paraban en seco y giraban la cabeza a ambos lados buscando a su interlocutor.

- ¡Al fin alguien sensato! – exclamó el caballo. ¿Qué más da quién lo haya dicho? Hagámosle caso y demos la vuelta.

- ¡No nos detendremos! – gritó con todas sus fuerzas el jinete mientras espoleaba a su montura para que reiniciara la marcha.

- ¡No podéis seguir avanzando por mí puente! – advirtió la voz del desconocido.

- Desde luego es lo mejor que podemos hacer. Es de locos cruzar esta porquería de puente que está a punto de venirse abajo – persistió el caballo en su idea.

- ¡Mi puente no es ninguna porquería! – respondió la voz, esta vez adoptando un tono dolido -. ¡Y nadie pasará sin mi permiso!

- Con tú permiso, o sin él, yo, Sir Arthur de Aguasverdes cruzaré este puente y proseguiré mi camino – sentenció de manera solemne.

- ¿Cómo decís...? ¡Sir Arthur de Aguasverdes! – exclamó la voz con asombro.

Con un salto torpe, que hizo vibrar hasta los cimientos de piedra, se plantó en mitad del puente un ser deforme, de nariz ancha, enorme joroba y piel olivácea llena de arrugas que levantaba unos diez pies del suelo.

-¡Sir Arthur de Aguasverdes! ¡Por todos los Dioses! – gritó mientras dejaba apoyado en una de las balaustradas del puente su pesado garrote y se acercaba para estrechar a continuación la mano del caballero de manera afectuosa -. ¡No puedo creer que estés aquí… en mi puente! ¡Es todo un honor!

- Pero… ¿Qué diablos se supone que eres tú? – preguntó el caballero con asombro mientras el ser seguía estrechándole la mano al jinete.

- Soy el gran trol Gortras. Amo, señor y guardián de este puente que ves aquí. El Puente de Páramo Helado - respondió con voz solemne mientras apoyaba los puños cerrados, con orgullo, a ambos lados de su cintura.

- Perdona amigo - interrumpió el caballo, – pero a mí me parece que no eres más que un viejo y jorobado trol que ya no puede ni con su propio cuerpo.

- ¿Quieres hacer el favor de cerrar tú bocaza y callarte? – reprendió Sir Arthur a su montura.

- Haz caso a tú amo animalejo, si no quieres que te aplaste como a un gusano con una sola de mis poderosas manos – amenazó el trol mientras levantaba su brazo derecho y cerraba el puño en alto.

- Difícilmente aplastarás algo, torpe - lo desafió la montura.

- ¡Cállate de una vez! – dijeron caballero y trol al unísono.

- Bueno amigo - se dirigió Sir Arthur al trol –, ahora que ya nos hemos presentado me gustaría cruzar tú puente y que nos permitieras proseguir nuestro camino. Tenemos prisa por llegar a nuestro destino antes de que el tiempo continúe empeorando.

- Lo siento… no puedo dejar que cruces, así como así, mi hermoso puente.

- ¿Hermoso? – respondió el caballo al trol -. Si está a punto de venirse abajo.

-¿Quieres hacerme el favor de no abrir más la boca? – recriminó nuevamente Sir Arthur a su montura.

- No entiendo. Hace un momento has dicho que era un honor tenerme aquí en…

- ¡Y lo es! – lo interrumpió Gortras –. Pero… ¿y mi reputación? ¿Qué dirán de mi si te dejo cruzar el puente tranquilamente?... ¡Todos querrán cruzar sin pagar el peaje! ¡Sería mi ruina!

- ¿Todos? Pero aquí no hay nadie – respondió Sir Arthur mientras miraba a ambos lados –. Nadie sabrá nunca que me has dejado cruzar.

- No exactamente mi admirado caballero, mirad detrás vuestro.

Sir Arthur giró la cabeza y para su asombró, pudo ver a un enano regordete, de barbas pelirrojas, arrodillado en un gran boquete junto a la balaustrada del puente, que se afanaba en tomar notas en un pergamino. Al sentirse observado dejó de escribir y miró a los viajeros.

-¡Oh! ¡Por favor!... continuad con vuestra conversación señores. No era mi intención interrumpiros en vuestros asuntos. Simplemente estoy tomando algunas notas de las reparaciones que necesitan realizarse en el puente – dijo el enano mientras volvía a enfrascarse en sus quehaceres.

- ¿Y si te pago la cantidad del peaje? – dijo Sir Arthur al trol en voz baja esta vez.

- No puedo aceptar que me pagues – respondió Gortras al mismo tiempo que negaba con la cabeza -. ¿Qué pensarán de ti? El gran caballero Sir Arthur de Aguasverdes pagando peaje como un vulgar y patético campesino. ¡Es inadmisible! No, no, no… ¡Inadmisible!

- En lo de patético has acertado de pleno – intervino el caballo.

- Pero entonces… ¿Cómo voy a proseguir mi viaje? – dijo Sir Arthur al trol con cara de incredulidad, ignorando lo que acababa de decir sobre él su montura –. No me permites pasar ni me permites pagar el peaje. ¿Qué solución me das?

- Tendrás que pelear conmigo y derrotarme antes de poder cruzar mi puente – le respondió el trol –. Así, es como se ha venido haciendo generación tras generación. Desde los tiempos de nuestros antepasados.

- ¿Pelear? – repitieron Sir Arthur y el enano al mismo tiempo.

- ¡Una pelea! Ningún enano en su sano juicio se pierde una buena pelea por mucho trabajo que tenga – se regocijó Thorglin mientras enrollaba el pergamino en el que estaba escribiendo y se sentaba en una roca que se había desprendido de la balaustrada del puente, para presenciar la pelea en primera fila.

- Un momento, un momento – pidió Sir Arthur mientras extendía los dos brazos pidiendo calma. Seamos razonables y discutamos esto como seres civilizados.

- Caballeros por favor – interrumpió el enano mientras se atusaba la espesa barba con ambas manos -. No tengo todo el día, pronto se irá la luz y no podré continuar mi trabajo. Haced el favor de pelear de una vez y no demorar más el asunto.

- Tenemos que hablar detenidamente, amigo – dijo Sir Arthur bajando con dificultad del caballo y acercándose al trol al que condujo a un lado del puente.

- ¿Qué os ocurre, Sir Arthur? – preguntó el trol.

- Me gustaría que hablásemos antes del combate.

- Vamos, por todos los dioses, no tenemos toda la vida. Dejaos de palabrerías y pasad a la acción – volvió a interrumpir Thorglin que ya había sacado su pipa y se afanaba en encenderla –. La noche se vendrá encima pronto y deslucirá tan majestuosa pelea.

- Creo que tiene razón el enano, Sir Arthur – dijo el trol mientras cogía el garrote que había dejado apoyado en la balaustrada del puente -. Debemos pelear ya o no tendremos suficiente claridad.

- Un momento, un momento… Hablemos antes los dos, a solas.

- Está bien…, está bien – aceptó Gortras –. Pero sólo un momento, o no acabaremos nunca con este asunto.

Trol y caballero bajaron por una suave pendiente que había junto al puente, bordeada por pequeñas arboledas que hacía tiempo que perdieron su verdor, y que conducía hasta la orilla del río.

- No veo la necesidad de tener que pelear, amigo Gortras – comenzó el caballero -. ¿Qué necesidad tenemos de pelear y acabar malheridos uno de los dos? ¿O los dos, incluso?

- Pero Sir Arthur… ¡vuestro honor! Tenemos que combatir o no os respetarán vuestros enemigos.

- Vamos a ver amigo. Nadie tiene por qué enterarse de que no hemos combatido…

- ¡No, no, no! – exclamó el trol mientras giraba repetidas veces la cabeza a ambos lados mostrando su total desaprobación –. Tenemos que pelear para salvaguardar vuestro honor. Además, de no combatir y dejaros cruzar mi puente se me perderá el respeto a mí también y ya nadie querrá pagarme el peaje. ¡Yo vivo de lo que me pagan los campesinos por cruzar el puente para ir a la ciudad! Y… últimamente no es que vaya muy bien el negocio.

- Creo que podemos solucionar esto de una manera bastante razonable, amigo Gortras – respondió Sir Arthur mientras se sentaba en una enorme piedra que había junto a la orilla del rio.

- ¿Cómo? No veo otra forma de salvar vuestra honorabilidad si no es en el combate.

- ¡Fingiendo!

- ¿Fingiendo?

- Fingiremos que ambos combatimos y que te doy muerte. De esta forma no tendremos que salir mal parados ninguno de los dos y mi reputación no se verá dañada - explicó Sir Arthur.

- ¿Y qué gano yo con todo esto?

A pesar de estar usando todas sus dotes de persuasión, el asunto no marchaba de la forma que le gustaría a Sir Arthur. Definitivamente, aunque era un trol, no era tan estúpido como el resto de sus congéneres. <<He ido a toparme con el único trol medianamente listo que hay sobre la faz de la tierra>>.

- ¡Inmortalidad! ¡Será el combate más increíble que han visto los tiempos actuales! - exclamo el caballero -. Amigo, todos los bardos del reino cantaran nuestro épico combate. Tu nombre se conocerá en todos los salones de los castillos desde las heladas tierras del norte hasta los cálidos edenes del sur. Desde las tierras donde nace el sol hasta donde muere.

- Si, todo eso me parece muy bonito. Ningún trol en mi familia soñó siquiera con alcanzar tan altas cotas de popularidad pero... Si simulamos mi propia muerte durante el combate no podré seguir cobrando a los que quieran cruzar por mi puente. Tendré que cambiar de nombre. Buscar otro puente, lejos de aquí, donde seguir ganándome la vida. Y este puente ha pertenecido a mi familia desde hace más de ocho generaciones. ¡No lo veo claro! – expresó Gortras mientras movía la cabeza con evidentes signos de desaprobación.

- Creo que puedo compensaros de alguna manera. Con algo de dinero, por las molestias, amigo Gortras – dijo mientras sacaba la mano de la pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cintura y la abría con la palma abierta hacia arriba -. Os daré estas diez monedas de oro para que podáis marcharos a otro puente lejos de aquí y empezar de nuevo.

- No se Sir Arthur. Es una cantidad de dinero muy elevada, pero empezar de nuevo… ¡Y a mi edad! ¡Ya no soy un jovenzuelo! – se lamentó el trol abriendo ambos brazos y elevándolos hacia el cielo –. No sé… No me veo con fuerzas suficientes.

- Os daré dos monedas más – le interrumpió el caballero –. ¡Doce en total! Por las molestias y para cubrir los gastos del traslado.

- Es una cifra tentadora, Sir Arthur. Está bien… – dijo el trol mientras estrechaba con fuerza la mano del caballero y se guardaba las monedas con una rapidez endiablada -. ¡Acepto el trato! Pero… ¿qué haremos con el enano? Querrá ver la pelea y no creo que sea fácil persuadirle de su empeño de vernos combatir.

- ¡Es verdad! No me acordaba de él. ¡Ya lo tengo! – exclamó tras pensar unos segundos -. No te preocupes, le diremos que queremos combatir a solas, para no distraernos con la presencia de público y bajaremos aquí a la orilla a simular la pelea.

- De acuerdo. Espero que sepas lo que haces Sir Arthur, sería una auténtica deshonra si el enano descubre tú plan y nos encontrase aquí abajo fingiendo una pelea.

- No te preocupes más, ahora subamos y pongamos nuestro plan en marcha, amigo – dijo mientras se levantaba de la piedra en la que se había sentado momentos antes y comenzaba a andar, sendero arriba, seguido por el trol.

- ¿Ya habéis decidido cuándo empezáis la pelea? – dijo Thorglin nada más verlos aparecer –. No puedo perder todo el día. Tengo mucho trabajo por delante en este puente como ya os he dicho antes.

- ¡Habrá pelea! – respondió el caballero dirigiéndose al enano.

- ¿Has perdido el juicio? – preguntó el caballo a su amo con asombro y los ojos abiertos como platos por la sorpresa.

- Lucharemos abajo, en la orilla. Los dos a solas y sin testigos – prosiguió Sir Arthur sin hacer caso a su montura.

- Se ha vuelto loco definitivamente – exclamó el caballo en voz alta mirando al cielo –. Me llevaría las manos a la cabeza si aún las conservara en lugar de estas inútiles pezuñas.

- Pero no podéis luchar sin testigos - protestó el enano mientras su cara se volvía roja por momentos–. Tengo que ver la pelea para poder contarla y reflejarla en mis escritos. ¡Es inadmisible! ¡Nunca se ha oído nada igual!

- Lo siento maestro Thorglin, pero ya está decidido – le interrumpió el caballero -. Lucharemos los dos a solas y sin ningún tipo de distracción. El vencedor del combate os contará todos los pormenores que queráis saber sobre el duelo.

- Pero no es justó, no puedo creer que me hagáis una cosa igual - se dirigió de manera airada Thorglin al trol.

- Está decidido y así se hará – respondió Gortras de manera tajante.

- ¿Has perdido la cabeza, necio? – preguntó el caballo a Sir Arthur.

- ¡Cállate de una vez! Confía en mí. Se lo que hago – prosiguió el caballero.

- Pues debe ser la primera vez en tú triste y lamentable vida que sabes lo que haces – le respondió el caballo –. ¡Allá tú! Después no digas que no te advierto acerca de tus descabelladas ocurrencias.

Sir Arthur se acercó al delgado lomo de su montura y extrajo del viejo y raído capacho su casco. Lo tomó con las dos manos y se lo colocó con toda la solemnidad que requería la ocasión. Embrazó su escudo y se dirigió, ladera abajo, hacia la orilla del río mientras desenvainaba una espada oxidada por la punta y mellada en diversos puntos de su hoja. Junto a él, también de manera solemne, bajaba Gortras el trol, agarrando con firmeza su enorme garrote.

- ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Gortras cuando habían alcanzado la orilla del río y los resecos árboles los ocultaban de las posibles miradas indiscretas procedentes del puente –. Tendremos que hacer un poco de ruido, por lo menos.

- Eso es, amigo. Tenemos que hacer un poco de ruido – respondió Sir Arthur mientras dejaba el escudo en el pedregoso suelo -. ¡Golpeemos los árboles!

Dicho lo cual, caballero y trol, se pusieron a golpear los árboles que había a su alrededor mientras gritaban y lanzaban todo tipo de maldiciones, durante un buen rato.

- Ya está bien, amigo Gortras – dijo Sir Arthur jadeando por el esfuerzo que había realizado –. Creo que ya es suficiente. Ahora escóndete tras esos juncos y quédate ahí hasta que nos hayamos marchado todos.

- Un momento, tendrás que mancharte un poco de sangre - respondió el trol mientras dejaba su garrote apoyado en un árbol.

A continuación se produjo, a sí mismo, un profundo corte en la mano izquierda con el cuchillo que acababa de coger de su cinturón. La sangre, negra y viscosa, brotó de la palma de la mano casi al instante y goteo directamente sobre el suelo.

- Pero… no creo que sea necesario.

- No te preocupes… ¡Soy un trol! Regenero mis heridas con rapidez. Sanará en un momento – le tranquilizó mientras restregaba la palma de la mano ensangrentada por la armadura y el escudo de Sir Arthur, que aún estaba en el suelo.

- Está bien. Escóndete ahora. – le dijo mientras estrechaba la mano del trol y miraba con asco su armadura manchada de sangre.

- Hasta la vista, Sir Arthur.

- Hasta la vista, amigo Gortras – se despidió mientras envainaba la espada.

El trol entregó al caballero el escudo, que lo tomó con ambas manos y lo embrazó. Mientras subía cansinamente la pendiente que llevaba hasta el puente, dirigió una mirada hacia atrás y pudo ver a Gortras como desaparecía tras los juncos de la orilla.

Durante un buen rato tuvo Sir Arthur que contar el combate mientras Thorglin se afanaba en tomar nota de todo cuanto decía el caballero y le hacía repetir, una vez tras otra, los golpes más espectaculares para no dejar nada sin reflejar en sus escritos.

- Bueno maestro Thorglin – dijo finalmente el caballero intentando poner término al relato que había tenido que repetirle al enano más de cuatro veces –. Si nos disculpas tenemos que proseguir nuestro viaje o no llegaremos nunca a nuestro destino.

- Estoy completamente de acuerdo, caballero. Siento haberle entretenido tanto tiempo – respondió el Enano. Pero comprenderá que no todos los días es testigo uno de un combate del famosísimo Sir Arthur de Aguasverdes, aunque sea de manera indirecta.

- Si no se os ofrece ninguna otra cosa maestro Thorglin, debo proseguir mi marcha – le dijo mientras montaba con dificultad sobre su caballo y se disponía a retomar su camino.

- Existe un pequeño detalle que no se ha tenido en cuenta en todo este asunto, Sir Arthur – interrumpió el enano mientras colocaba una piedra sobre el pergamino en el que había estado escribiendo, para evitar que se volara, y sacaba otro de su bolso y lo desenrollaba -. Este pergamino tiene el presupuesto de casi todos los arreglos que había que acometer en el puente y que, con la muerte del trol, ya no voy a poder cobrar, evidentemente.

- ¿Qué tiene que ver eso conmigo? – pregunto sorprendido Sir Arthur.

- Ya que habéis sido vos quien ha acabado con la vida de la persona que me encargó el estudio, es justo que asuma la deuda que tenía contraída conmigo – respondió el enano mientras señalaba con un áspero y rechoncho dedo el pergamino.

- ¡Esto ya es lo último! – gritó el caballo mientras giraba el cuello para dirigir su mirada al jinete -. ¿No estarás pensando pagar también las deudas del trol, no?

- ¡Cierra la boca de una vez! – recriminó a su montura.

- Tenga en cuenta que al poner fin a la vida del trol, he dejado de ingresar el dinero que me pagaría por el arreglo del puente. Es justo que, al menos, cobre el presupuesto que le he realizado – argumentó el enano mientras volvía a enrollar el pergamino.

- ¿Cuánto tenía que pagarte Gortras por el proyecto de reforma? – preguntó Sir Arthur con tono cansino.

- ¡Esto es el colmo! – farfulló el caballo para sí mismo.

- Sólo cuatro monedas de plata – respondió el enano.

- Te daré una.

- ¿Una? ¿Se burla de mí? – exclamó ofendido Thorglin -. ¿Acaso sabéis el trabajo que tiene elaborar un informe de desperfectos de un puente para poder ofrecer un proyecto decente?

- Una moneda. No os daré nada más.

- Tres y ni una menos.

- ¡Dos! Es mi última oferta, maestro Thorglin.

- Acepto las dos monedas de plata, pero sabéis perfectamente que me estáis pagando un precio infinitamente inferior a lo que mi trabajo vale – dijo el enano mientras estiraba su mano para coger, de mala gana, las dos monedas que se le ofrecían.

Después de despedirse de Thorglin, los dos viajeros pudieron reemprender, finalmente, su camino.

- No puedo creer que le hayas pagado dos monedas de plata a ese enano, simplemente por haber tomado unas medidas – dijo el caballo cuando se habían alejado un poco del puente –. Aunque me intriga más aún saber cómo te has librado del trol, porque estoy seguro que no ha sido luchando.

- No empecemos otra vez, ¿quieres? No ha sido nada fácil salir de ésta de una pieza.

- Resumiendo… ¿Cuánto? – preguntó el caballo.

- ¿Cuánto?

- Exacto. ¿Cuánto le has pagado al trol?

- Por qué dices que cuánto le he pagado al trol.

- Cuando pones ese tono al hablar, quiere decir que ha costado dinero salir de ésta. ¡Como siempre! – sentenció la montura con resignación.

- Doce – dijo casi susurrando un momento después.

- ¿Cómo?

- ¡Doce! Maldita sea. ¡Doce monedas de oro!

- ¿Estás loco? Tú te crees que somos ricos o algo por el estilo – le reprendió mientras frenaba su avance en seco.

- Y qué querías que hiciera. Pelear con el trol, acaso.

- ¡Sería preferible! Mejor que nos maten de una vez a acabar muriendo de hambre, porque te dedicas a ir dándole monedas a todo el que se te cruza en el camino. ¿Acaso piensas que vamos a comer del aire?

- ¡Maldito jamelgo! ¡Sólo piensas en comer!

- Será porque aquí eres tú el único que comes, viejo gordo.

Caballo y jinete se alejaban del puente de manera pesada, casi imperceptible, por el helado y frío páramo. El jinete lucía una armadura que debió ser bella y reluciente en otros tiempos mejores pero que ahora apenas alcanzaba a ser la sombra de lo que antaño fue. Le cubría desde los pies hasta el cuello y presentaba más de una abolladura y alguna que otra parte bastante oxidada y manchada de putrefacta sangre de trol. El gélido viento recorría el páramo con furia y los golpeaba sin ninguna contemplación helándolos hasta lo más profundo de sus cuerpos.


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La pesada puerta de madera se abrió con un prolongado chirrido entrando, junto con la enorme figura, una ráfaga de aire helado que hizo bailar y crepitar las llamas de la chimenea que calentaba la lúgubre y abovedada estancia de piedra. Sobre las llamas había un pequeño caldero de bronce con algo más parecido a agua sucia humeando que a un caldo decente. Una mesa rectangular de roble, un sucio asiento y un banco astillado constituían el principal mobiliario de la sala. En el lado opuesto a la entrada, una cortina de tela, vieja como todo lo que había a su alrededor, medio ocultaba una oquedad que debía dar paso a otras dependencias del lugar. El trol cerró con premura para impedir la entrada del invierno, haciendo que la puerta volviera a chirriar. Apoyó su garrote junto a la misma, cogió el cucharón que estaba dentro del caldero y llenó una jarra que bebió de inmediato.

- ¡Al fin llegas! Ya estaba empezando a creer que realmente habías combatido contra ese mequetrefe y te había derrotado, amigo.

- Ya veo cómo has venido corriendo a buscarme, Thorglin – respondió de manera irónica, y un tanto enfadado, mientras dejaba la jarra vacía sobre la repisa que había cerca de la chimenea.

- ¿Cuánto le has sacado a ese palurdo?

- Solamente he conseguido diez monedas de oro – mintió el trol mientras sacaba las monedas y las ponía sobre la mesa, justo en el centro de la misma, dejando las dos restantes a buen recaudo en su bolsillo.

El enano se levantó de su asiento y se puso de puntillas junto a la mesa, estirando el brazo todo cuanto pudo, para coger sus cinco monedas con rapidez pero el trol lo detuvo agarrándole la mano con firmeza contra la mesa.

- ¿Y tú, amigo Thorglin? – preguntó el trol con cierta desconfianza acercando su cara hasta casi pegarla con la de su compinche -. ¿No has conseguido nada hoy?

- ¡Oh! ¡Sí! Lo olvidaba – respondió el enano con una risilla nerviosa -. He conseguido un escudo de plata – mintió también éste.

- No es mucho – le dijo Gortras -. Al menos nos alcanzará para comprar vino, unas buenas hogazas de pan y algo de comida decente con esa miseria que le has sacado al caballero.

- Sí. Mañana temprano bajaré al pueblo a hacer algunas compras.

- No olvides comprar también un poco de grasa para la puerta. Hace un ruido insoportable y se atranca cada vez que se abre – dijo mientras se dejaba caer pesadamente sobre el enorme banco de madera junto a la chimenea y acercaba los pies al fuego.

- Muy bien amigo trol. Traeré un bote de grasa también.

Thorglin guardó sus cinco monedas de oro en la pequeña bolsa de cuero que colgaba de su cinturón y volvió a sentarse en el asiento junto al fuego.

Al poco tiempo ambos dormían apaciblemente al calor de la lumbre.