En la lejanía no se divisaba rastros de más
jinetes. <Al menos se trata de un único jinete>. En el patio se encontraba
un jinete cubierto de los pies a la cabeza por una túnica color azul oscuro y
un turbante del mismo color. En su mano derecha agarraba un látigo enrollado.
Delante de la montura avanzaba, de manera cansina, un hombre con el torso
desnudo cuyas manos se encontraban atadas con una larga cuerda a la silla de
montar del jinete. <Mal asunto. Un esclavista no es frecuente que ande sólo
de aquí para allá. Tal vez la tormenta de arena de unos días atrás lo haya
separado del resto de la caravana en la que viajaba>. Walder estaba absorto
en estos pensamientos cuando dejó caer algunas piedras de la ventana.
<Maldición>.
- ¿Quién anda ahí? – gritó el esclavista
mientras controlaba su montura que se había asustado por el ruido inesperado
producido por las piedras caídas desde la planta superior de la torre al chocar
contra el suelo del patio. – Muéstrate.
Ya que había sido descubierto era absurdo
permanecer escondido. Debía jugar sus cartas con cautela si no quería verse
como el hombre que acompañaba al jinete. Walder sabía que se enfrentaba a un
único adversario pero, por el contrario, él desconocía cuantos estaban
escondidos en la torre.
Walder salió al patio y se mantuvo a una
distancia prudente del jinete. No quería ponerse al alcance del látigo. Ya
había probado una vez el beso de uno de esos y todavía tenía grabado en su
memoria como ardía la piel donde había impactado.
- ¿Quién eres? ¿Hacia dónde te diriges? –
preguntó de manera directa y seca desde la seguridad que le ofrecía su posición
elevada en lo alto de su montura.
- Soy Walder y me dirijo a Puerto Blanco –
respondió mientras mantenía sus manos sobre la empuñadura de su espada.
- No es tierra para viajar sólo. Es una
temeridad.
- No viajo solo – mintió Walder. – El resto de
mi grupo está a una jornada de viaje de aquí. Yo me he adelantado para
inspeccionar la torre.
En ese momento el prisionero que se había ido
colocando detrás del jinete aprovechando la distracción del mismo, se abalanzó
sobre éste y lo arrojó al suelo desde su montura. El esclavista se revolvió en
el suelo y desplegó el látigo mientras lo descargaba con furia sobre su
atacante que recibió la descarga en pleno rostro. Walder tenía una oportunidad
que no podía dejar escapar. Sacó la daga de la funda que colgaba en sus riñones
y se lanzó rápidamente sobre el hombre armado, rodeándole el cuello con su brazo
izquierdo y asestándole, con furia, varias puñaladas por la espalda. El enemigo
se desplomó sin vida sobre el suelo del patio. Walder se quedó contemplando el
cuerpo sin vida mientras pensaba que no era la forma más honrosa de derrotar a
un adversario, pero cuando la supervivencia está en juego la honra debe quedarse
a un lado.
Un fuerte golpe en la cabeza, seguido de otro de
la misma intensidad contra el suelo del patio hizo que todo cuanto le rodeaba
se volviera oscuridad y silencio.
Cuando recobró la consciencia lo primero que observó
fue una luna que brillaba en lo más alto del cielo. Sentía un dolor terrible en
la nuca. Intentó llevarse las manos a la cabeza pero las tenía atadas. Con un
gran esfuerzo consiguió sentarse sobre el suelo.
- Al fin te despiertas amigo – sonó una voz a su
espalda. - ¡Vamos! ¡Ya es hora de ponernos en camino!
Walder
se quedó mirando cómo la túnica azul marino de su captor se movía con la suave
brisa de la noche mientras se montaba en el caballo. Cuando sus miradas se
cruzaron se quedó petrificado al ver el latigazo que le surcaba, de lado a
lado, el rostro.
- No te lo tomes a mal. Te agradezco que me
hayas salvado, pero me darán un buen dinero por ti en Puerto Blanco. Todos
tenemos que sobrevivir, ¿no?
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