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Ravenloft #10. Tales of Ravenloft. |
Publicada en USA en Septiembre de 1994, no ha sido publicada en español hasta la fecha.
A continuación, presentamos una traducción realizada aquí a modo de andar por casa. No pretende ser una traducción oficial, ni mucho menos, pero sí una que nos permita quitarnos el gusanillo para aquellos a los que nos apasiona el mundo de Ravenloft y nos quedamos con las ganas de poder leer el resto de las novelas que se quedaron en el cajón del olvido de la editorial y no se llegaron a publicar en español.
Todos los personajes que aparecen en esta historia son propiedad de sus creadores. Como hemos dicho es una traducción realizada sin ningún animo de lucro y con la única finalidad de poder disfrutar de la novela en un idioma que podamos comprender. Es completamente gratuita para uso personal.
Si al leerlo encuentras algún error no dudes en informarlo para poder mejorar el texto.
Esta novela, que se corresponde al número 10 de la serie, consta de una serie de historias cortas (Prólogo de David Wise y 18 historias más), escritas por diferentes autores.
PRÓLOGO
El
crisol del Dr. Rudolph Van Richten
David
Wise
A
medida que los cielos de Darkon se oscurecían más allá del color índigo,
alejándose del rojizo del ocaso, vapores fibrosos se arremolinaban entre los
árboles y se convertían en tenues espejismos en el viejo camino forestal. Las
sombras perdían sus contornos, se fundían y se espesaban. Despreciar un refugio
en las tierras de las Nieblas después del atardecer era una locura mortal, pero
para el viajero, la promesa de un hogar iluminado y una cama cálida ya se había
desvanecido al llegar la oscuridad.
El
Dr. Rudolph van Richten se giró e hizo una mueca al ver la carga atada sobre la
grupa de su caballo: el rígido cadáver de un joven moreno.
“¡Puede
que ambos seamos carne de necrófago esta noche, pero atraparé a tu gente antes
de que los devoradores de carne nos encuentren, Vistani!” escupió con mucha más
convicción de la que sentía.
El
delgado herbalista de mediana edad escrutaba el horizonte que se desvanecía,
desesperado por encontrar algún Vistani de vivos colores. Había cabalgado a
buen ritmo desde la mañana, pero la caravana gitana, de alguna manera, lo había
dejado atrás.
No
podían haber tomado otra ruta desde Rivalis, pero no los había visto en todo el
día. Aun así, Van Richten cabalgaba tenazmente, tan intrépido ante la noche
inminente como un cordero ante el tajo. Los Vistani habían secuestrado a su
amado hijo Erasmus, y todos los tormentos que la noche pudiera traerle no eran
nada comparados con esa pérdida.
Mientras
Tasha trotaba por el sendero que se extendía frente a él, Van Richten observaba
sus frondosos límites. Divisó una delgada rama de roble que colgaba de una
débil hebra de corteza; la rama se quebró limpiamente en su mano mientras
guiaba a Tasha junto a ella. Colocando las riendas sobre la silla de montar,
cortó y limpió la rama hasta formar una vara torcida casi tan alta como él.
Luego, agarrando la tosca camisa de lino del Vistani sin vida, arrancó una
amplia tira, que enrolló alrededor del extremo del bastón y la ató, formando
una larga antorcha. Ahora, necesitaba reunir el coraje necesario para
encenderla.
En
lo alto, el frondoso techo de hojas proyectaba una red de sombras opacas sobre
el caballo y su jinete, reduciendo el arenoso camino a una franja incolora que
se perdía en el vacío justo delante. Un silencio sepulcral inundaba el bosque,
y el solitario ruido de los cascos de Tasha se alzaba en el mismo, volviéndose
doloroso para los oídos de Van Richten. En vano deseó poder trotar sobre el
suelo para deslizarse por el bosque sin hacer ruido, pero a cada paso, incluso
su silla de montar crujía traicioneramente. Todas las criaturas diurnas estaban
en lo profundo de sus madrigueras, mientras que todos los seres que se
arrastran en la noche apenas se alzaban, aguzando el oído en la creciente
negrura ante el aislado clip-clop.
El
angustiado padre se preguntó si podría continuar el camino sin una antorcha.
Estaban solos y él deseaba permanecer así. El Dr. Van Richten era tan solo un
pacífico herbolista de una pequeña aldea, incapaz de enfrentarse al peligro, y
solo la tortuosa visión de Erasmus lo impulsaba a seguir adelante. Un hombre
que se enfrenta a la noche de Darkon, solía decirse, verá cosas maravillosas
antes de morir. Hasta ahora, ese había sido un antiguo proverbio de predicador,
dicho con risas... y tras puertas bien cerradas.
La
mera insinuación de un extraño ruido se clavó en los oídos de Van Richten, y un
escalofrío le recorrió toda la espalda. Un tenue rayo de luz brilló entre la
maleza cercana, o eso creyó. Observó con detenimiento el punto oscuro, pero no
divisó nada más allá del oscuro borde del camino. Una sombra pasó fugazmente
junto al estribo de Van Richten. Su mirada se precipitó tras el movimiento,
pero solo captó un retazo de niebla que giraba. Parpadeó y escudriñó el inmenso
entorno, y volvió a temblar.
"Quizás
sea solo el eco de luz que un hombre ve al cerrar los ojos," se dijo para
sí esperanzado.
Tasha
emitió un tenso y bajo relincho y giró su elegante cabeza en la misma dirección.
Otra
fantasmal chispa titiló en los bordes del bosque y luego se apagó.
Sobresaltado, Van Richten se giró hacia ella. Unos cuantos puntos de luz se
encendieron cerca, apagándose tan rápido como él los miró. Miró hacia el otro
lado del camino, donde otros más se encendían bajo la maleza. Su número se
multiplicó, y pronto un resplandor verdoso se deslizó entre las inquietantes
siluetas de la espesura, iluminando la maleza con un tenue manto.
Otra
sombra rodó bajo sus pies, asustando a la yegua, haciendo al jinete casi perder
el equilibrio al intentar controlarla. “Tranquila, Tasha, tranquila”, la animó,
calmando a la yegua con una caricia en su cuello gris moteado. “Solo es niebla
y fuegos feéricos.”
Tasha
echó la cabeza hacia atrás y resopló ansiosa, pateando el suelo con un casco y
luego con el otro.
"Supongo
que debo encender la antorcha," murmuró Van Richten, soltando las riendas
de nuevo y buscando en el bolsillo del pecho de su abrigo de lana un pequeño
encendedor de chispas con resorte. Apretó la tira de acero rugoso contra la
pequeña barra de pedernal, comprimiendo el resorte, y luego lo soltó. La lima
raspó la superficie del bloque mientras el resorte se desenrollaba, liberando
una ráfaga de brillantes chispas.
"Espero
que estemos solos, chica," le comentó a Tasha. "Esta
antorcha..." Van Richten contuvo la respiración y se mordió la lengua.
Algo
había susurrado en la niebla.
Las
orejas de Tasha se adelantaron, angulosas y temblorosas, y sus músculos se
tensaron entre las piernas de Van Richten.
Un
gemido antinatural y escalofriante revoloteó delante del hocico del caballo,
provocando un hormigueo siniestro bajo la piel del hombre. Instintivamente,
guardó el encendedor en el bolsillo y agarró las riendas. Entonces, las orejas
de Tasha se agacharon.
Dio
un brusco tirón y su relincho rompió el silencio, llenando el corazón de Van
Richten con un terror gélido. La montura se encabritó y saltó como si fuera a
elevarse por los aires, casi cayendo de espaldas. Van Richten dejó caer la
antorcha, agarró la crin de la yegua con ambas manos y se inclinó en la silla,
aferrándose con toda la fuerza que sus cuatro extremidades pudieron reunir.
El
animal enloquecido se sacudía y giraba en una histeria ciega y temeraria,
llenando el aire con relinchos que se hacían más fuertes con cada respiración
convulsiva. Mientras tanto, el cadáver del Vistani detrás de Van Richten se
agitaba salvajemente sobre los cuartos traseros de Tasha, golpeando al doctor
con sus flácidas extremidades. Con cada sacudida, la abundante crin de Tasha se
deslizaba aún más entre los dedos de Van Richten. Por un instante, experimentó
una ingravidez mareante, hasta que él y su montura chocaron contra una barrera
de pinos, dejándolo brutalmente sin aliento. Tasha se retorció contra las
agujas que la arañaban y encabritado mientras relinchaba, dejó al doctor
enredado entre las ramas, liberándose de sus piernas y galopando fuera de la
vista mientras se hundía de cabeza en un matorral frondoso.
Durante
unos instantes, Van Richten permaneció inconsciente tendido en el lecho húmedo
y espinoso, pero el temor a que Tasha volviera y lo pisoteara lo hizo
reaccionar.
Se
arrastró de entre los arbustos y salió al camino, ahora iluminado por el sutil
resplandor de fuegos feéricos. Buscó frenéticamente a su alrededor el sonido de
cascos en estampida, pero Tasha se había precipitado en otra dirección. A Van
Richten se le ocurrió que podría haber regresado galopando a Rivalis dejándolo abandonado, así que se arrastró estúpidamente
todavía inseguro de sus pies.
La
niebla se disipó de repente, y un rayo de horror le atravesó. Van Richten se
puso de rodillas de repente y se llevó las manos a la boca.
Mientras
Tasha coceaba ferozmente al aire, un enjambre de humanoides pequeños y
regordetes saltaron y se aferraron a ella. El enloquecido caballo se retorció y
saltó furiosamente, pero los pequeños demonios se abalanzaban en mayor número.
Bajo
los lastimeros relinchos de Tasha, un parloteo de chasquidos y silbidos se
extendió entre los diabólicos seres mientras saltaban por el suelo, sin temor a
sus cascos, y se arrojaban sobre ella. Se aferraban con sus dientes de las
piernas, hombros y ancas, sus miembros rechonchos y sin dedos se movían
nerviosamente mientras ella intentaba deshacerse de ellos en vano. La pobre
bestia comenzó a tambalearse, hasta que finalmente sus patas delanteras se
doblaron. Se desplomó en el suelo con un fuerte golpe y la horda se abalanzó
sobre ella.
Van
Richten con la mano en el corazón gritó:
"¡Tasha!", muy a su pesar. En respuesta, media docena de criaturas
antinaturales se giraron y lo miraron, arrodillado en medio del camino envuelto
en niebla.
Con
ojos gigantescos y bulbosos, surcados por pupilas entrecerradas, miraban al
hombre. Sus narices no sobresalían entre aquellos orbes abultados; sus bocas no
eran más que agujeros de los que colgaban unas lenguas negras y cilíndricas,
como las de los lagartos, y sus horribles rostros estaban cosidos con crueles
puntadas a trajes fabricados con gruesas telas con capucha. El doctor percibió,
a través de la neblina de terror que le aturdía que esos grotescos maniquíes eran
creaciones imbuidos de una siniestra fuerza vital por algún poder maligno.
Tembló incontrolablemente bajo sus vidriosas miradas. Asqueado y fascinado a la
vez, Van Richten se quedó boquiabierto ante los ojos rapaces de las abominables
muñecas, y estas, a su vez, lo miraron con frialdad.
Las
siniestras invenciones comenzaron a abalanzarse hacia él.
“¡Piensa,
Van Richten, piensa!” se dijo el hombre, cayendo de espaldas y arrastrándose
hacia atrás como un cangrejo. Las pequeñas criaturas se desplegaron y se
acercaron lentamente, parloteando entre sí con breves chasquidos de sus
lenguas. Mientras la muñeca más cercana se balanceaba sobre sus patas
rechonchas y se preparaba para saltar, Van Richten tanteó la tierra fría tras
él, con voluntad vacilante. Entonces, casualmente, su mano se posó sobre la
antorcha. Al instante, las yemas de sus dedos reconocieron el objeto, y una
renovada esperanza lo impulsó a actuar.
Ojos
gigantescos como los suyos estaban obviamente diseñados para la oscuridad
absoluta. Si pudiera encender un fuego..
El
doctor giró sobre sus rodillas y se puso de pie a duras penas, agarrando la antorcha
al incorporarse; la longitud del mango se deslizó entre su mano hasta que el
nudo de trapos chocó contra su puño. Con un torpe giro, se volteó para encarar
a sus enemigos y metió los dedos en el bolsillo donde guardaba el encendedor.
El depredador, que se balanceaba, saltó como una pulga, aterrizó de cara sobre
la pantorrilla de Van Richten y le clavó la boca. Para su horror, sintió una
punta espinosa retorcerse y abrirse paso a través de la gruesa tela de sus
pantalones, buscando la carne de su pantorrilla.
La
criatura encontró un punto débil e introdujo su lengua, provocando que Van
Richten saltaea frenéticamente, aullando y sacudiendo su dolorida extremidad
cada vez más fuerte. Finalmente, con un ruido sordo, la pequeña criatura se
desprendió y cayó entre los arbustos.
Un
segundo atacante se balanceó frenéticamente y se abalanzó sobre Van Richten,
pero este lo apartó de un manotazo antes de que su lengua pudiera pincharle.
Dos más saltaron, pero gruñó y blandió el bastón, impactando a uno en el aire y
lanzándolo de cabeza en dirección opuesta; al otro lo agarró por la capucha y
lo arrojó al bosque. Ahora el hombre no
esperó el avance de sus enemigos, sino que cargó contra sus caras redondeadas,
pateando a uno en la carrera y barriendo con su arma a dos más. Al final de la
carga, giró y los encaró nuevamente, esta vez con el encendedor en la mano.
Bajó la cabeza de la antorcha, levantó el bloque y entrecerró los ojos ante la
inminente explosión de chispas.
Sin
previo aviso, un impacto por detrás hizo que Van Richten cayera de bruces; el
resto de la manada había interrumpido su festín con la pobre Tasha para
derribarlo. Saltaron sobre el humano con una fuerza sorprendente y lo lanzaron
hacia adelante, con los brazos extendidos. Una débil estela de brasas
crepitantes dibujó un arco en el aire, pero ninguna de ellas prendió en la
antorcha. El doctor se estrelló contra el suelo con fuerza, y el impacto del
golpe hizo resbalar el encendedor entre sus dedos. Las pequeñas criaturas se
abalanzaron como alimañas rabiosas sobre la espalda de Van Richten, y una
docena de lenguas como taladros carnosos le desgarraron la ropa y lo mordieron.
La
agonía lo atravesó como hierros al rojo vivo, arrancándole un grito de asombro
mientras una multitud de intrusos se hundían y se retorcían bajo su piel. Aun
así, siguió arrastrándose hacia adelante, arañando el polvo mientras más
monstruos diminutos se amontonaban y lo atravesaban con sus lenguas afiladas.
Desesperado, rastreó el suelo con los brazos de un lado a otro, hasta que
finalmente sus dedos localizaron el encendedor. Mientras su pulgar buscaba a
tientas la lima, su otra mano acercó la antorcha. El tormento creciente en su
espalda comenzó a desquiciarlo. Sus extremidades se entumecieron mientras la
cabeza le daba vueltas. Su pulgar resbaló torpemente sobre la lima de acero, y el
encendedor dio vueltas en su mano.
Una
punzada le atravesó la columna vertebral y le produjo un espasmo interno,
provocando un arqueo brusco e involuntario de su perforada espalda. Todos los
músculos de su cuerpo se tensaron, y apretó el encendedor en la palma de su
mano, apretando la lima contra el pedernal, y luego chasqueó los dedos. La tira
de acero raspó el bloque de piedra al liberarla, creando una fuente de luz.
Las
lenguas dentro del torso de Van Richten vacilaron. Jadeó de esperanza, luego apretó
y soltó el encendedor nuevamente. Una brillante lluvia de piedra encendida se
deslizó sobre su palma y la antorcha junto a ella. Se le formaron ampollas en
la piel al caer las chispas sobre la carne blanda, pero comenzó a bombear el
incendiario con fervor, generando un deslumbrante espectáculo de destellos de
luz. Pronto, el dolor producido por las heridas ardientes en su mano
suplantaron la tortura de su espalda, y comprendió que los invasores habían
huido de su cuerpo. Continuó rastrillando el pedernal hasta que por fin la
antorcha de lino cobró vida.
Van
Richten, extenuado, se puso de rodillas, clavó la punta del bastón en el camino
y se puso en pie.
La
antorcha humeante despedía una sucia columna de hollín y proyectaba un
resplandor amarillento sobre los arbustos que lo rodeaban, titilando con los
enemigos que huían. Observó aturdido el movimiento hasta que el golpeteo en sus
oídos se calmó. Lentamente, la cacofonía en su interior disminuyó, sólo para
ser reemplazada por un resoplido chirriante a sus espaldas.
Van
Richten se giró lentamente y entrecerró los ojos a la luz de la antorcha, solo
para desplomarse sobre sus rodillas y gemir desesperanzado al ver los rostros
de dos muertos vivientes que se acercaban.
"Quien
se enfrenta a la noche de Darkon ve cosas maravillosas antes de morir,"
gimió Van Richten. La piel cerosa de los zombis se desprendía del hueso debajo de
los ojos, arrugándose alrededor del cuello y agrietándose en los pliegues. Sus
dientes astillados estaban recubiertos de tierra debajo de unos labios anchos y
ennegrecidos. El cabello quebradizo formaba una maraña sobre sus cabezas
supurantes, a veces rodeando trozos de cráneo carentes de cuero cabelludo, y
ropa podrida se aferrada inútilmente a huesos descarnados envueltos en piel correosa
hecha jirones.
"Seas
lo que seas," suplicó, "te lo ruego. Convierteme en un no muerto si
es lo que quieres, pero permíteme vengarme de los Vistani...."
Los
muertos se detuvieron inmóviles y permanecieron en silencio frente a él, transmitiendo
un frío olvido, luego hablaron, moviendo
sus labios al unísono. "Soy la voz de Lord Azalin," balbucearon a través de sus cuerdas vocales enmohecidas.
“¡El
Rey Mago! ¿Aquí? ¿L-Lord Azalin?", balbuceó el hombre.
El
rey era un mago poderoso, pero saber de la difícil situación de uno de sus
súbditos en las mismísimas fronteras de sus dominios, y mucho menos acudir a su
rescate, era asombroso. Debe haber utilizado su magia para animar a los muertos
y hacer que cumplieran su voluntad.
"Identifícate,"
ordenó el muerto monótonamente.
"Soy
Rudolph van Richten.”
Otro
cadáver se unió a la pareja por detrás; esta vez era una mujer, con la garganta
desgarrada. “Te conozco,” afirmaron todos al unísono con sus labios desollados,
algunos con un siseo, otros con un graznido. “Eres médico en Rivalis.”
“Sí,
Lord Azalín. ¡Gracias a los dioses que estás aquí!”, exclamó Van Richten, conteniendo la bilis que
le subía a la boca al observar los ojos desorbitados y los huesos resecos.
"No
te alegres, Van Richten. No hay piedad para quienes desafían el toque de queda.
Tan solo una cosa te impide morir: la curiosidad. ¿Qué significan los Vistani
para ti?" Otro zombi se acercó arrastrando los pies y se unió al coro. Van
Richten se quedó mirando atónito los muñones de sus dedos, desgastados por haber
excavado la tierra.
"¡Habla!
¿Qué significan los Vistani para ti?", preguntaron todos con tono
sepulcral.
La
mirada del hombre se hundió en el suelo mientras la historia tomaba forma en su
cabeza. “Vinieron ayer a mi casa en Rivalis y me exigieron que tratara a un
miembro de su tribu: Radovan Radanavich, ese hombre de allí.” Van Richten
señaló con un dedo tembloroso al Vistani, de cabello azabache, que yacía
desplomado junto a los cuartos traseros mordidos y sangrantes de Tasha. “Pero
estaba demasiado enfermo. No pude salvarlo.”
A
Van Richten se le hizo un nudo en la garganta al concentrarse en sus recuerdos.
“Era el hijo de su líder. Me acusó de dejarlo morir y amenazó con maldecirme.
Les dije que podían quedarse con cualquier cosa mía si retenían sus terribles
poderes. ¡Y cuando desperté esta mañana, descubrí que habían decidido llevarse
a mi hijo!” El médico se calló, tragándose la rabia como un cristal roto.
"El
viejo Belandolf, mi vecino, los vio partir hacia el oeste," exclamó
finalmente. "Los he perseguido todo el día, pero son más rápidos de lo que
esperaba." Más zombis se adentraron pesadamente en el círculo de fuegos feéricos,
que ahora eclipsaban las menguantes brasas de la tela de la antorcha, y pudo
oír el torpe arrastrar de otros tantos más acercándose.
"Los
Vistani no viajan por los caminos," entonó el desafinado coro.
"Viajaban por la Niebla. Lo más probable es que ya estén en Barovia, pues
son los aduladores de Strahd von Zarovich, y él les concede asilo".
"¿Barovia?
Pero eso debe estar a cuatro o cinco días de aquí".
"Para
ellos no es más que una hora de camino".
"¡Entonces
mi hijo está perdido!" gimió Van Richten.
"Sin
duda," respondió la voz múltiple de Azalin. "Entonces, ¿cómo te
vengarías, si pudieras?"
"Yo...,"
hizo una pausa, desprevenido. "No lo sé, pero ya se me ocurriría
algo."
"¿Los...
asesinarías?"
"Soy
médico. ¡No sé matar a nadie! Yo... yo esperaba simplemente recuperar a mi
hijo. Puede que haya vivido más de cuarenta inviernos, pero aún puedo moverme
con bastante sigilo."
"Ni
siquiera puedes seguir a los Vistani a distancia, y mucho menos acercarte a
ellos sin ser detectado," replicó la asamblea de no muertos. Llegaban más;
debía de haber veinte o treinta de ellos ahora.
Van
Richten sintió una punzada de enojo. "¿Cómo voy a saber qué hacer si no he
hecho nada de eso antes? Sin conocimiento, solo se aprende con la
experiencia..."
"Y
así son asesinados los necios."
"¡No
soy un necio, soy un padre desesperado! Además, Señor, aprendo rápido, y como
médico estoy seguro de que el conocimiento es poder."
El
bosque resonaba con la risa gutural de las resecas cuerdas vocales; el médico
sintió que se le formaban carámbanos espinosos en la boca del estómago.
"En efecto, Van Richten, es el poder más puro, pero solo se debe ejercer
cuando ha sido adquirido."
Van
Richten se jactó con una bravuconería mal representada y afirmó: "¡Estoy
aquí, después de todo!"
"Bien
dicho. Estoy dispuesto a ayudarte en tu venganza, pues no puedo tolerar a los
furtivos gitanos del diablo Strahd en mis tierras. Además, será interesante ver
si este Vistani tuyo, muerto, puede guiarte a través de la Niebla".
"¿Puedes
devolverle a la vida?", exclamó el doctor con repentina esperanza y
asombro. "¡Eso sería perfecto! ¡Seguro que los Vistani devolverán a mi hijo
si Radovan les es devuelto!"
"No
dije que le devolvería la vida..."
El
coro comenzó a susurrar, primero al unísono y luego en mareantes expresiones
desacompasadas que se confundían en un siseo ácido.
Espirales
de humo color ébano salían de sus bocas y se deslizaban por el suelo, fusionándose
en un cordón brillante y escamoso que serpenteaba hasta la boca de Radovan en
busca de su inerte corazón. Cuando la punta de ébano se curvó y se hundió entre
sus labios, el cántico cesó y los ojos de Radovan se abrieron de golpe. Se
tambaleó hasta ponerse de pie y permaneció encorvado, pues su columna se había
roto al caer derribada Tasha. El rostro del joven, con la mandíbula flácida y
ladeada, estaba azulado, y sus ojos castaños aparecían en blanco, mientras su
lengua hinchada se abría paso entre los dientes y se agitaba en el aire como si
lamiera los restos del humo negro que lo había reanimado.
"¡Traed
las riendas del caballo!", ordenó la multitud de Azalin.
Demasiado
aturdido para preguntar, Van Richtøn se tambaleó hacia Tasha y se arrodilló junto
a su cabeza inmóvil. Su gélido ojo azul permanecía abierto de par en par,
inmóvil y aterrorizado. Le acarició la mandíbula, llena de oquedades
supurantes, y murmuró: “Lo siento, chica.”
Una
punzada de culpabilidad lo apuñaló mientras su mano acariciaba la quijada
aterciopelada. Con suavidad, desató la brida y se la sacó del hocico.
“Ponle
la brida en la boca al Vistani,” ordenaron las voces.
Van
Richten miró a Radovan, perplejo. “¿Quieres que le ponga las bridas?”
“Correcto.”
“...
¿No me atacará?”
"Bajo
mi voluntad, ningún ser inerte podrá tocarte esta noche."
Van
Richten miró a Radovan con los ojos entrecerrados, luego a la congregación de
no muertos a su alrededor. Finalmente, escudriñó la oscuridad que lo rodeaba.
"¿Y qué hay de las criaturas entre los arbustos?"
"Tienes
sentidos agudos, Doctor. Los cazadores de sangre no son no-muertos. Pero todas
las cosas en la Darkon, vivas o no, están bajo mis órdenes y no te atacarán.
¡Ahora, obedéceme!"
"¿Tienes
tanto poder, Lord Azalin?" preguntó Van Richten, afligido por la idea.
"¿Cómo puede un mortal poseer tal omnipotencia?"
"¡Obedéceme!"
ordenó la multitud.
Sí,
mi Señor. Van Richten se detuvo frente a Radovan y examinó sus iris oscuros;
estos le devolvieron la mirada con una cadencia de movimientos, pero ningún
atisbo de sensibilidad brillaba tras ellos; nada, salvo quizás un anhelo
instintivo por algo olvidado, desaparecido hacía tiempo. Con cautela, el doctor
extendió la mano, agarró la fría barbilla de Radovan y le metió el bocado de la
brida entre los labios agrietados, sujetando, con él, la lengua que se movía.
Deslizó la correa del bozal por encima de la cabeza de Radovan y la sujetó por
detrás, dejando que el resto del arnés y las riendas colgaran al suelo.
La
voz sepulcral de Azalin ordenó, "¡Obedéceme!
Sujeta
las riendas de este siervo y obedecerá tus órdenes. Averigua si puede guiarte a
través de la Niebla.
Infórmate,
Van Richten, si regresas.
El
Dr. Van Richten tomó las riendas a regañadientes. "¿Radovan?"
susurró, pero el gitano no respondió.
"Radovan,"
repitió más alto. "Llévame con tu gente".
El
zombi se quedó allí un momento más, luego le dio la espalda al doctor y se
detuvo nuevamente.
¡Radovan!
¡Maldito seas, llévame con tu madre! Dicho esto, el explorador demacrado y
enjaezado se tambaleó hacia adelante, y como un solo ser, la turba de no
muertos se giró y lo siguió. Tentáculos grises de niebla los abrazaron y los
atrajeron a todos hacia una niebla ciega, dejando atrás el inframundo de fuegos
feéricos y cazadores de sangre. La caminata de Van Richten entre los muertos se
prolongó hasta convertirse también en un fantasma atrapado en el tiempo, una
pesadilla arrastrada en la que sus pies ignoraban servilmente el impulso
constante y desesperado de huir de allí. Había poco que ver mientras caminaba
con dificultad detrás de su macabra bestia de tiro, y todo lo que podía oír era
el fúnebre arrastrar de la turba sin vida, por lo que miró con tristeza la
espalda rota de Radovan, reviviendo de mala gana los últimos momentos de vida
del Vistani.
"No
te maté, Vistani," afirmó Van Richten.
"¡Mis
manos están limpias de sangre! Encuentra a tu gente," gruñó.
"¡Encuentralos ahora!"
En
respuesta, una brisa se intensificó y rompió la niebla, dispersándola
rápidamente para revelar las laderas de una región montañosa desconocida. Van
Richten examinó el terreno a su alrededor y se maravilló al ver los picos
escarpados y afilados al este, que dibujaban un horizonte irregular en el cielo
estrellado. El cielo tras ellos era vagamente azul, presagiando la llegada de la
mañana, pero faltaba al menos una hora para el amanecer.
Lentamente,
el Dr. Van Richten se dio cuenta del tamaño de la horda de no muertos que lo acompañaba.
Una gran multitud de ellos —¡tal vez un centenar!— se encontraba allí formando
una enorme media luna. Farfullaban con voraz urgencia mientras su presencia
inconsciente presionaba la barrera invisible de Azalin, buscando una fisura con
una voluntad propia, inconsciente e inerte. Sólo Radovan apartó la mirada de
Van Richten y la dirigió hacia el sur, a lo largo de un camino cubierto de
hierba que conducía a una colina.
Su
lengua empezó a retorcerse bajo el freno de la brida, haciendo sonar la varilla
metálica contra sus dientes amarillentos.
"¿Los
has encontrado, verdad?" susurró Van Richten, y como si hubieran entendido
sus palabras, la legión de cadáveres giró y avanzó pesadamente hacia lo que
fuera que se extendía al otro lado de la colina.
¡Qué
hacer! Los no-muertos destrozarían a cualquier ser vivo que encontraran. ¿Qué
pasaría si más allá de la cresta se alzaba una granja? Incluso si los
secuestradores estaban allí, ¿era esto lo que quería?
¿Y
si los zombis atacaban a Erasmus?
Van
Richten soltó las riendas de Radovan y se abrió paso entre la multitud de no
muertos en movimiento. Le gruñeron hambrientos, pero lo dejaron pasar. Coronó
la cima de la colina y dirigió la mirada hacia abajo, a corta distancia, hacia
un claro entre los álamos, divisó el centelleo de una fogata. La frondosa vegetación
que rodeaba el campamento no lograba ocultar los techos redondeados de tres
grandes carros.
Era
la caravana Vistani.
La
masa de no-muertos avanzó dando tumbos, haciendo aspavientos con sus garras y
refunfuñando con una incoherente agitación, pero al acercarse al campamento,
sonó la alarma. Desde dentro de la turba que avanzaba, Van Richten vió a los
gitanos correr de un lado a otro, lanzando brillantes polvos al aire y haciendo
gestos frenéticos. Dos hombres de cabello oscuro blandieron gruesos bastones
contra los primeros zombis que llegaron al campamento, derribándolos al suelo.
Otro cadáver se abalanzó sobre un defensor y ambos cayeron al suelo. El hombre
comenzó a gritar al ser mordido en el hombro. Una joven agarró un bastón pesado
y lo clavó con fuerza contra el desfigurado cráneo del necrófago, arrancándole
la cabeza de los hombros. Mientras tanto, los muertos rodeaban el campamento,
pero su avance se detuvo cuando los gitanos completaron su círculo de
protección.
Las
fuertes órdenes se alzaron por encima de los gruñidos de los frustrados zombis,
que se encontraban apiñados en el perímetro.
Van
Richten buscó el origen de las mismas y finalmente avistó a una anciana
jorobada. Era Madame Radanavich, corriendo entre su gente, dando órdenes y
reforzando el perímetro con sus propios hechizos.
Al
contemplar su rostro asustado pero resuelto, Van Richten hervía de ira.
Sin
un plan preconcebido, atravesó el muro formado por los no-muertos y cruzó la
barrera de protección. Dos miembros de la tribu se abalanzaron sobre él, pero
retrocedieron asombrados al reconocerlo.
“¡Madame Radanavich! ¡Ladrona!
acusó.
“¡Doctor Van Richten!” jadeó la arrugada
mujer. “¿Cómo llegó a Barovia? ¿Ha lanzado a estos necrófagos contra nosotros?”
"¿Dónde
está mi hijo? ¡Dame a mi hijo!" gritó en respuesta.
Radanavich
miró a los zombies y luego volvió a mirar a Van Richten con ojos endurecidos. “¡No!
El niño está perdido por tu propio pacto y por tu propia incompetencia.”
"Devuélvemelo
o... lanzaré a los muertos sobre ti," amenazó el doctor.
Dos
hombres corpulentos sujetaron al doctor, y la anciana Vistani rió con crueldad.
"Tus secuaces sin cerebro no pueden tocarnos, Van Richten," se burló.
"Conocemos sus costumbres mejor que tú."
"Quiero
a mi hijo, bruja."
Madame
Radanavich se acercó cojeando al prisionero y lo miró a los ojos azul pálido.
"Vendimos al niño Giorgio por una buena suma. Ahora pertenece al barón
Metus". Señaló hacia el este con la cabeza. "Si quieres recuperar al
niño, trata con él."
“¿Vendiste
a Erasmus?” exclamó Van Richten. "Pues yo... yo... yo..." Luchó contra
las ásperas manos que lo sujetaban. La vieja Vistani se rió.
“¿Qué
hará, doctorcito? Sus amigos no pueden alcanzarnos, y es un milagro que nos
haya encontrado”
Hizo
una pausa y frunció el ceño. "¿Cómo nos encontró? Solo los Vistani podemos
viajar por la Niebla."
A
pesar de su situación, Van Richten se dio cuenta de que era su turno de
sonreír. “Me mostró el camino.” respondió, sonriendo enigmáticamente.
"¿Radovan?"
balbuceó, desconcertada. "¿Mi Radovan?" Ella comenzó a lanzar miradas
preocupadas hacia los no muertos. "Doctor Van Richten, ¿dónde está mi
hijo?"
"Llámalo,"
susurró Van Richten con frialdad. "Llama a tu hijo."
"¡No!"
"Entonces
yo lo haré. ¡Radovan! ¡Radovan, ven a mí!"
El
Vistani muerto avanzó hacia adelante y se detuvo ante el círculo de protección.
Los gitanos que sujetaban a Van Richten gritaron y lo soltaron, alejándose de
la vista de su compañero ahora sin vida, que se movía como una muñeca rota, con
una brida de caballo en la boca. Madame Radanavich gimió y se retorció las
manos, gimiendo: "¡Dioses oscuros, dioses oscuros, mi pobre hijo!”
Van
Richten corrió hacia Radovan, tomó sus riendas y gritó: "¡Aquí está tu
hijo, bruja! ¿No lo querías de vuelta? ¡Te lo he traído!" El doctor echó
las riendas por encima de la cabeza del gitano muerto y comenzó a tirar de él a
través de la barrera invisible. Los pies de Radovan permanecieron firmes donde
estaban, pero su cuerpo se dobló de forma antinatural por la columna cercenada.
Parecía mirar a Van Richten como si le suplicara que no tirara de él de esa
forma, pero el hombre tiró con más fuerza. Finalmente, con un tropiezo, el
zombi cruzó la línea.
"¡Está
dentro del círculo!", gritó una joven vistani.
Ahora
Radovan pasó tambaleándose junto a Van Richten y se dirigió hacia su madre.
"¡Alto!"
gritó ella, haciendo una seña hacia su hijo, pero él continuó su camino.
Van
Richten cogió las riendas y las sujetó, y Radovan se detuvo. "¡Dime dónde
está mi hijo!" exigió el doctor, y todo el ejército de no muertos
pronunció la misma oración. "¿Dónde está Erasmus?" preguntaron al
unísono.
La
expresión de Madame Radanavich pasó del miedo al horror y finalmente a la
furia. Señaló al doctor con dos dedos y un pulgar y siseó: “¡Te maldigo,
Rudolph Van Richten, con todo mi poder para abatirte!”
“¡Vive
siempre entre monstruos y ve caer bajo sus garras a todos tus seres queridos,
empezando por tu hijo!”
“Erasmus
es esclavo del barón Metus, y lo será para siempre”. Rió histéricamente y
gritó: “¡El barón es un vampiro!”
“¡No!”gritó
Van Richten horrorizado. “¡No! ¡Un vampiro!”
“¡No!"
El odio estalló en su corazón, conduciéndolo más allá de la razón, y balbuceó:
"¿Me maldice, señora Radanavich? ¿Me maldice? Pues yo te digo, siente el
poder de ese juramento redoblado sobre ti. ¡Te maldigo! ¡Recuperaré a mi hijo,
como tú al tuyo!” Soltó las riendas y gritó: "¡Ve con ella, Radovan!"
Van
Richten se volvió hacia los gitanos aterrorizados y gritó: "¡Os maldigo a
todos! ¡Que los muertos vivientes os lleven como se llevaron a mi hijo!"
¡Los muertos vivientes os llevarán como os habéis llevado a mi hijo!" A
los zombis les gritó: "¡Lleváoslos!
¡Lleváoslos
a todos!
El
ejército de no muertos se retorcía ante el círculo, presionándolo con férrea
determinación, hasta que uno de ellos irrumpió repentinamente por donde Radovan
había cruzado.
Entonces,
otro atravesó al otro lado del campamento. Gritos de alarma resonaron entre la
tribu cuando el círculo se derrumbó y la turba de voraces cadáveres invadió el
campamento. Algunos de los vivos blandieron armas inútilmente o intentaron huir
antes de ser arrollados por la avalancha de carnívoros descerebrados y
hambrientos. Los gritos aterrorizados de los Vistani resonaron por la campiña
mientras los necrófagos masticaban la carne humana cruda. El hedor a carne
fresca densificó el aire y poco a poco frenó el delirio de rabia de Van
Richten; se quedó boquiabierto de asombro cuando Radovan mordió a su propia
madre y comenzó a devorarla ante sus propios ojos.
“¡Alto!”
gritó, pero el frenesí había descontrolado la situación. “¡Alto!” Volvió a
gritar y salió huyendo de la carnicería que lo rodeaba, dejando que los no
muertos terminaran su festín humano con chasquidos de labios y lamiéndose las
lenguas. Se deslizó por un sendero, alejándose de la carnicería, hasta que
tropezó contra unos arbustos y se quedó allí, vomitando en la más absoluta
miseria. Pronto, sus arcadas dieron paso al sollozo, y lloró hasta el amanecer.
"Soy
un asesino," se dijo tristemente, "y nunca volveré a ser el
mismo."
Cuando
el sol comenzó a proyectar sus rayos entre las cimas de las montañas,
iluminando sus nevados picos con un resplandor azul blanquecino, Van Richten se
incorporó y se secó los ojos y la boca. Allí, en la espesura de Barovia, lejos
de casa, se dio cuenta de que había sobrevivido a la noche. Fue más terrible de
lo que hubiera podido imaginar, pero aun así vivió.
El
Dr. Van Richten miró hacia el este. En algún lugar, su hijo seguía siendo
prisionero de un vampiro. Se decía que esas criaturas debían dormir de día, y
si Erasmus de alguna manera también había sobrevivido a la noche, ¡quizás Van
Richten aún podría encontrarlo! Se puso de pie débilmente y luego tambaleándose
comenzó a subir las rocosas laderas. Encontraría a ese Barón Metus, y nada lo
amedrentaría, ¡nunca más!
*****
Con cierta
inquietud y, a la vez, una determinación infinita, yo, Rudolph van Richten,
comienzo este diario al comenzar una nueva vida, si es que puedo llamarla
"vida". En realidad, soy más bien un no muerto, pues todo cuanto
conocía de la vida se ha esfumado, y sin duda soy un vil asesino.
La tribu de Madame
Radanavich fue masacrada por mi mandato, pues la he condenado como quien arroja
perros ante una bestia furiosa. Mi hijo, cuyo rescate era mi única oportunidad
de redimirme ha muerto, de nuevo por mi mano, pues el vampiro Metus lo
transformó en un monstruo, y fui yo quien clavó la estaca mortal en su tierno
corazón. Mi amada esposa Ingrid ha muerto, y una vez más soy culpable, pues
amenacé al barón Metus antes de huir de Barovia, y él me siguió a Darkon y
descargó su ira sobre ella.
Debí morir aquella
noche en el camino de Ludendorf, cuando los cazadores de sangre me atacaron, y
quizá lo hice, pues solo me queda odio y malicia, ¡que inflaman mi espíritu más
allá de los límites mortales! ¡Por Metus, he bañado mis manos en sangre y esa
mancha jamás me abandonará! ¡Estoy perdido para siempre en la noche,
perteneciendo solo a aquellos a quienes aniquilaría con mis propias manos!
Si la Muerte me
permite ser su paladín aunque sea una sola vez, si tan sólo pudiera vivir para
ver al Barón Metus entregado a la eterna oscuridad, con gusto cedería lo que me
queda de vida. No pretendo reclamar mi heroicidad en el asesinato del demonio,
pero si al menos una persona se libra de mi agonía gracias a la destrucción de
Metus, entonces podré descansar en paz...
Rudolph van Richten
Rivalis, Darkon
Calendario del Rey,
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