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Ravenloft #10. Tales of Ravenloft. |
A continuación, presentamos una traducción realizada aquí a modo de andar por casa. No pretende ser una traducción oficial, ni mucho menos, pero sí una que nos permita quitarnos el gusanillo para aquellos a los que nos apasiona el mundo de Ravenloft y nos quedamos con las ganas de poder leer el resto de las novelas que se quedaron en el cajón del olvido de la editorial y no se llegaron a publicar en español.
Todos los personajes que aparecen en esta historia son propiedad de sus creadores. Como hemos dicho es una traducción realizada sin ningún animo de lucro y con la única finalidad de poder disfrutar de la novela en un idioma que podamos comprender. Es completamente gratuita para uso personal.
Si al leerlo encuentras algún error no dudes en informarlo para poder mejorar el texto.
Presentamos aquí la traducción del segundo relato que compone el libro.
La
Casa de las Cien Ventanas
Mark
Anthony
"Tres...
cuatro... cinco..." murmuró Clarisse Harrowing, contando las ventanas
mientras vagaba rodeada por el aire antiguo y polvoriento del gran salón de
Evenore.
Era
allí donde siempre comenzaba su juego, en la habitación lúgubre y desordenada
que se extendía por toda la mitad delantera del primer piso de la mansión.
Allí, las ventanas altas y estrechas eran sencillas de contar, cada una
abriéndose como el ojo de una cerradura a un cielo plomizo, enclavadas entre
vigas teñidas por el humo que se arqueaban sobre sus cabezas como las costillas
de un temible leviatán proveniente de las profundidades marinas. Siete ventanas
en el lado oeste de la sala, siete en el lado este. Catorce en total.
Pero
eso era solo el comienzo.
La Casa de las Cien
Ventanas. Así era
como llamaba a la mansión la anciana Vistani del pueblo de abajo -la mujer con
ojos pequeños y negros como los de un cuervo-, aunque Clarisse solo había
podido contar noventa y nueve. Claro que, si hubiera sido tan simple, no habría
sido un juego en absoluto.
Clarisse
entró en la biblioteca; su vestido de seda de color gris susurraba sobre el
desgastado suelo de piedra. Cabezas de jabalíes, ciervos, osos y bestias
salvajes que no podía identificar parecían gruñirle desde los altos muros, cada
una de ellas envuelta en un sudario de telarañas y polvo, como si se cubrieran
con un velo funerario. Intentó no mirarlas. Se concentró en las ventanas. Allí
eran más pequeñas, más esquivas. Algunas se escondían tras las esquinas de
estanterías sobrecargadas, y otros estaban casi ocultas por armaduras
deslustradas o tapices cuyas idílicas escenas de caza habían sido oscurecidas
por años de hollín y polvo. Contó cuidadosamente cada ventana, asegurándose de
mirar dentro de cada hueco, de cada recoveco. La luz lúgubre de la tarde le
dificultaba el juego. Parecía que se avecinaba una tormenta.
Tras
unos instantes, asintió. Sí, nueve más.
Eso
era lo que siempre contaba en la biblioteca. Pero claro, podría ser que allí
hubiera una ventana que aún no había encontrado.
Clarisse
se hundió en una silla de terciopelo rojo sangre para reflexionar sobre este
pensamiento. Había jugado a ésto una docena de veces más o menos -siempre
cuando Lord Harrowing no estaba, por supuesto- y al principio, cada vez que
buscaba, encontraba más ventanas que la vez anterior. Muchas eran pequeñas y
oscuras, fáciles de pasar por alto. Pero en las últimas ocasiones, Clarisse
sólo había contado las mismas ventanas que había descubierto antes.
Noventa
y nueve.
Frunció
el ceño y una fina línea proyectó una sombra sobre su frente lisa y pálida.
Pensó en su encuentro con la anciana Vistani, como hacía con curiosa frecuencia
últimamente. Fue el día en que Clarisse se atrevió a decirle a Ranya, la ama de
llaves de Lord Harrowing, que ella misma caminaría hasta el pueblo para comprar
velas y sal.
De
regreso, en medio de la única calle embarrada del pueblo, se encontró con la
anciana, vestida con andrajos raídos que se arremolinaban en el viento frío
como plumas sucias. La arrugada Vistani la había mirado con esos duros ojos
negros y había señalado con un dedo torcido hacia la mansión, encaramada como
un pájaro oscuro en el risco que dominaba el pueblo.
Una
ventana deja entrar la oscuridad con la misma facilidad que la luz, susurró la
voz quebrada de la anciana una vez más en la mente de Clarisse. “No lo olvides,
niña, si te atreves a vivir en la Casa de las Cien Ventanas.”
Clarisse
suspiró, preguntándose si debería abandonar su juego. Quizás la anciana estaba
loca. Gareff había dicho a menudo que todos los Vistani errantes lo estaban,
con sus cartas para adivinar el destino, sus cristales mágicos y su música
extraña y salvaje. Pero no, no podía rendirse.
Al
menos no todavía. El juego era todo lo que tenía para evitar la enorme soledad
de ese lugar cuando Gareff no estaba.
Y
él estaba tan a menudo fuera, haciendo cosas que ella desconocía, pues nunca
hablaba de ello.
Clarisse
se preguntaba si esto era lo que su padre había querido para ella: esta
existencia desolada en una mansión rural, tan lejos de los brillantes salones
de baile iluminados por las velas y los opulentos teatros de ópera dorados de
la gran ciudad de Il Aluk.
Pero
no, lo único que importaba era que su hija se casara con un señor de antiguo y
honorable linaje. El padre de Clarisse era uno de los comerciantes más ricos de
Il Aluk, pero sabía que había algo que ni todo su oro podía comprar: la nobleza
de sangre. Así fue que cuando Lord Gareff Harrowing fue a visitar su elegante
ciudad de piedra roja hace casi un año, el padre de Clarisse recibió con agrado
la propuesta de pedida de mano de su hija, a pesar de que el pretendiente tenía
más del doble de edad que ella y era señor de una finca provincial a dos
semanas de viaje de la ciudad.
A
Clarisse, por supuesto, no se le había dado voz en el asunto.
"La
elección de con quién casarnos no nos corresponde a nosotras," le había
explicado su madre mientras hilvanaba el dobladillo del antiguo vestido de
novia de encaje de Clarisse.
"No
entiendo por qué," había respondido Clarisse muy enfadada.
"Los
hombres toman mejores decisiones, Clarisse." La voz de su madre sonaba
apagada y cansada. Una mirada de resignación brillaba en sus ojos, ojos que después
de años de docilidad y sumisión habían perdido por completo todo rastro de color
y emoción. "Los hombres son más fuertes e inteligentes que nosotras, Clarisse.
Intenta no olvidarlo."
Clarisse
se mordió la lengua. Sabía que era mucho más inteligente que la mayoría de los frívolos
y presuntuosos nobles que frecuentaban los salones de baile y teatros de la
ciudad, y probablemente más fuerte que la mitad de ellos. Pero era inútil
decirlo. Su madre se había dado por vencida hacía mucho tiempo.
Ahora
Clarisse supuso que haría lo mismo. Después de todo, era lo que se esperaba de
ella.
Al
día siguiente, Clarisse se casó con Lord Harrowing en la catedral más grande de
Il Aluk. Entonces, mientras su madre lloraba en silencio, su padre la subió a
un carruaje con su nuevo esposo. Cuando los caballos se pusieron en movimiento,
Clarisse miró hacia atrás a través de la pequeña ventana en forma de lágrima
del carruaje y vio a su padre sonreír. Sobresaltada, reconoció la expresión de
satisfacción. Era la misma sonrisa que su padre siempre lucía después de un
negocio rentable. Al parecer por fin había comprado lo que siempre había
deseado. Una chispa de odio se encendió en el corazón de Clarisse entonces, tan
ardiente y repentina que la asustó. Apartó la mirada de la ventana, temblando.
Al
momento Clarisse se levantó y se alisó el vestido, como si los recuerdos pudieran
desvanecerse como el polvo. La penumbra se cernía cada vez más sobre la
biblioteca. La poca luz del día pronto se desvanecería en la noche, y entonces el
juego terminaría. Recorrió rápidamente el salón, el salón de baile y la cocina,
con su cavernosa chimenea de piedra, tan grande como para cocinar un corzo
entero.
Subió
rápidamente la gran y amplia escalera hasta el segundo piso de la mansión y fue
de dormitorio en dormitorio, deteniéndose a contar las ventanas de cada uno de
ellos. Finalmente, su juego la condujo a las habitaciones del ático. Allí
residían Ranya y los pocos sirvientes Evenore, aunque la mayoría de las
pequeñas habitaciones, desordenadamente dispuestas, se habían destinado a almacenamiento,
cada una llena de montones de muebles raídos, baúles antiguos y retratos de
antepasados de Harrowing olvidados hace tiempo.
En
el último de los almacenes, Clarisse se sentó sobre un cofre revestido de
hierro y se puso a calcular escribiendo sobre el espeso polvo que cubría una
mesa auxiliar de caoba carcomida. Catorce ventanas en el gran salón y nueve en
la biblioteca. Seis para la sala de estar, veinte para el salón de baile y
cinco más para la cocina. Luego, todos los dormitorios, las habitaciones de los
sirvientes y los almacenes. Revisó sus números cuidadosamente. Finalmente se
recostó, se sacudió el polvo de las manos y contempló los números dibujados
sobre la mesa.
Una
vez más, había contado noventa y nueve.
Clarisse
suspiró y, por primera vez, descubrió que su juego la había dejado más sola que
antes. Captó un tenue destello por el rabillo del ojo y, al girarse, se
encontró mirándose en un viejo espejo de marco dorado. Una hermosa joven la
observaba con sus grandes ojos verdes. Llevaba el cabello oscuro recogido hacia
atrás, dejando al descubierto su frente amplia, y una perla en forma de lágrima
brillaba en su cuello. El ornamentado marco del espejo hacía que su rostro
pareciera una pintura: un objeto más de delicada belleza, comprado para decorar
la laberíntica mansión llamada Evenore.
Una
repentina rabia atravesó el pecho de Clarisse. ¿Eso era todo lo que era? ¿Un
simple objeto que comprar y vender? Sin pensarlo, agarró el espejo y lo
estrelló contra el suelo. El marco dorado se quebró y se astilló, y el cristal
se hizo añicos en una docena de fragmentos irregulares. Clarisse se llevó una
mano a la boca y su ira se transformó en un horror frío. De cada uno de los trozos,
un fragmento de un rostro pálido y de ojos abiertos la observaba conmocionado.
¿Qué había hecho?
Rápidamente
cogió una alfombra vieja y la arrojó sobre los cristales rotos, ocultando las
perturbadoras imágenes.
Entonces
se dirigió a la puerta. Necesitaba lavarse la cara. Gareff podía volver en
cualquier momento, y no quería que se preguntara por qué tenía telarañas en el
pelo y polvo en el vestido. Extendió la mano para girar el pomo de porcelana.
Un
destello de luz rubí rozó su mano.
Jadeó,
retirando el brazo bruscamente. Luego, con cautela, volvió a extender la mano.
Un pequeño círculo de luz carmesí danzaba en el dorso de su mano. Pequeñas
motas de polvo se arremolinaban en el aire, transformándose brevemente en
diminutos soles brillantes antes de desvanecerse. Era un rayo de sol.
Clarisse
miró arriba, hacia la única ventana del almacén.
Estaba
completamente cubierta de hiedra, y solo dejaba entrar una iluminación de color
verde oscuro. Eso sólo significaba que la luz debía provenir de...
"La
centésima ventana", susurró Clarisse, con el pulso acelerado.
Fascinada,
se puso de pie y comenzó a moverse lentamente por la habitación, manteniendo el
destello de luz rubí en su mano, siguiendo el haz de luz hasta su origen. Este
la condujo al otro extremo de la cámara. Allí, la pared estaba cubierta por un
tapiz descolorido, sus imágenes estaban tan oscuras por el tiempo y el abandono
que Clarisse no pudo distinguirlas. Los bordes de un pequeño agujero apolillado
en el tapiz brillaban como si estuvieran en llamas. Conteniendo la respiración,
sin querer albergar esperanzas, Clarisse extendió una mano temblorosa para
levantar el tapiz.
De
repente, una voz resonó desde muy abajo.
"¡Clarisse!"
Ella
se quedó congelada. Se oyeron pasos en la escalera.
"Clarisse,
¿dónde estás?"
¡Gareff!
Clarisse soltó el tapiz rápidamente. Giró sobre sus talones y salió corriendo
de la habitación, quitándose las telarañas del pelo. No se atrevía a hacer
esperar a Lord Harrowing. Podría preguntarle qué había estado haciendo, y no
tendría más remedio que contárselo. Y no quería decírselo. El juego era suyo,
algo privado.
Alisándose
el vestido, bajó corriendo las escaleras para saludar a su marido.
Se
arrodilló a su lado y le estrechó la mano, como se esperaba de una esposa.
"Bienvenido a casa, mi señor," murmuró suavemente.
“Ah,
ahí estás, Clarisse.” Él le acarició el pelo oscuro con el mismo cariño ausente
que siempre mostraba al acariciar a sus perros favoritos. Ella intentó reprimir
un escalofrío e hizo todo lo posible por no retroceder ante su contacto.
Entonces
volvió a mirar por la ventana mientras la tormenta que había amenazado toda la
tarde finalmente desataba su furia sobre Evenore.
Fue
entonces cuando una extraña idea se le ocurrió a Clarisse. Si llovía afuera,
¿de dónde provenía el rayo de sol carmesí en la buhardilla?
* * * * *
Clarisse
detuvo al semental gris en la cima de la loma cubierta de brezos. La bestia
sacudió la cabeza y resopló; su aliento caliente proyectaba tenues fantasmas en
el aire húmedo. Innumerables gotas de niebla, brillantes como pequeñas perlas,
adornaban la capa de lana que se había echado sobre su túnica de montar. El
sombrío paisaje se extendía bajo ella en interminables olas de colores
parduzcos, interrumpidas solamente, aquí y allá, por un seto de espinos oscuros
o un muro de piedra desmoronado.
El
carmesí floreció en sus pálidas mejillas cuando se atrevió a reír. Sabía que
había sido una tonta por haber espoleado a su montura con tanta rapidez. Montar
de lado ya era bastante precario, y el terreno irregular lo hacía absolutamente
traicionero. Sin embargo, eso era gran parte de la emoción.
A
veces, una parte de ella deseaba secretamente, casi en su interior, tener un
accidente terrible. Sabía que una caída desde el lomo de un caballo y un
aterrizaje brusco en la dura tierra podría romperle los huesos del cuello como
leña seca. Sería un precio terrible por la libertad, pero uno que no estaba del
todo segura de no estar dispuesta a pagar.
Últimamente,
los aires que respiraba por el campo eran lo único que le daba a Clarisse la
sensación de estar viva. Ni siquiera su juego la había podido distraer en las
últimas semanas.
Desde
aquel día en que descubrió el extraño rayo de sol en el trastero del ático,
pasaron casi dos semanas antes de que otro misterioso asunto de Gareff lo
llevara de nuevo lejos, y ella pudiera reanudar su búsqueda.
Para
su consternación, encontró la puerta del trastero cerrada con llave. De alguna
manera, Gareff debía de haberse enterado de su diversión privada. Sin duda, la
odiosa Ranya se lo había contado.
Fuera
cual fuese la causa, Clarisse sabía que era mejor olvidarse de su juego de
contar ventanas. Cierto es que había descubierto dónde guardaba Gareff una
llave maestra que abría todas las cerraduras de la mansión (había visto a Ranya
cogerla una vez para abrir la bodega y robar una botella), pero Clarisse no se
atrevia a usarla. Llevado por la ira, un señor podría castigar con razón a su
esposa por semejante desobediencia. Claro, pensó Clarisse con disgusto, una
dama no tenía ese recurso si su marido la traicionaba a ella.
El
semental gris resopló, pateando el suelo húmedo con un casco, agitado.
Sobresaltada, Clarisse levantó la vista y vio a un hombre que se acercaba. Por
sus ropas harapientas y el fardo de leña que llevaba a la espalda, dedujo que
era un aldeano. Éste se quitó la gorra cuando llegó a su lado y sonrió, dejando
al descubierto un puñado de dientes amarillentos.
“Señora
es una mujer valiente, ¿verdad?”
Clarisse
frunció el ceño. El marcado acento rural del aldeano era difícil de comprender.
“No
sé a qué te refieres,” respondió con frialdad.
"Sí,
¿no es así, mi señora?" El hombre guiñó un ojo bulboso y paralizado.
"Lord Harrowing se ha ido de viaje, ¿no?"
Clarisse
frunció el ceño. “Los asuntos de Lord Harrowing son de su incumbencia,” dijo
con severidad. "Como mis asuntos son míos."
El
aldeano dio un paso atrás y sus peculiares ojos se abrieron de par en par en
señal de alarma. “Sí, mi señora, tal como usted dice.
Con
su perdón, sin ánimo de ofenderla. Es que…” El hombre aferró nerviosamente a su
gorra raída. “Es que no es seguro que cabalgue sola, entre las sombras y todo
eso.”
"¿Sombras?"
Curiosa, Clarisse se inclinó hacia delante en su silla.
"Sí,
sombras." Bajó la voz hasta convertirla en un susurro áspero. “De esos que
sorprenden a un viajero insensato que sale de casa demasiado tarde para volver
antes del anochecer, y luego no lo consigue. Oí a la anciana Senda decir que el
señor de los goblin las conjuró y, como ella es Vistani y todo eso, me
inclinaría a hacerle caso.”
Clarisse
se estremeció y se ajustó la capa sobre los hombros. "Es solo una
historia," dijo secamente.
No
obstante sintió un extraño hormigueo de excitación en el pecho.
El
demacrado hombre se colocó de nuevo la gorra y alzó la carga de leña. “Como mi
señora desee,” dijo. "Estoy seguro de que hoy ningún hombre ni ninguna
sombra la perturbarán." Asintió con la cabeza en señal de despedida. Pero
cuando el aldeano se dio la vuelta, Clarisse notó una extraña mirada en sus
ojos. Era una mirada temerosa y de lástima.
Al
encontrar repentinamente amenazante la menguante luz de la tarde, Clarisse
espoleó a su montura y cabalgó en dirección a Evenore.
Al
regresar, encontró a Gareff paseándose ante la chimenea de la biblioteca. Tres
mastines negros dormían despatarrados junto a la chimenea. Se giró al oír el
susurro de su vestido de seda.
“¡Clarisse!”
Dejó la copa de vino y se dirigió hacia ella, con las cejas, blancas como la
nieve, erizadas. “¿Dónde has estado?”
“Fuera
cabalgando” dijo sin aliento, quitándose la capa empapada por la niebla.
Lord
Harrowing negó con la cabeza. "Debería haberlo imaginado." Suspiró
profundamente y la tomó por los hombros. “Clarisse” dijo con severidad, como si
se dirigiera a una niña. “Debes prometerme que no volverás a cabalgar por el
páramo.”
“¿Por
qué?” Su corazón se agitó en su pecho. “¿Es porque...?” Su voz se apagó. “¿Es
por el señor de los goblins?” Casi lo había dicho. Pero no se atrevió.
Gareff
se reiría de semejante tontería.
“Por
favor, Clarisse. Debes prométemelo.”
Durante
un breve instante, casi consideró desafiarlo. Sin sus viajes por el páramo, no
tenía nada. Pero la ferocidad de sus ojos azules pareció atravesarla.
Finalmente, bajó la cabeza. “Por supuesto, mi señor.”
Gareff
le levantó la barbilla con un dedo y le sonrió.
Luego
se inclinó y la besó con fuerza en la frente.
"Vamos,"
dijo enérgicamente. "Veamos qué nos ha preparado Ranya de cenar."
Clarisse
se tragó el amargo sabor de la bilis de su garganta y lo siguió mientras las
sombras se agolpaban fuera de las ventanas de la biblioteca.
Los
días que siguieron le parecieron tan tristes a Clarisse como el aire antiguo
que llenaba las habitaciones de Evenore. Intentó entretenerse con los asuntos
de la casa, pero fue en vano. Un día intentó arreglar el jardín de la mansión pero
le dejó las manos ardiendo por las picaduras de las ortigas, y abandonó
rápidamente esa actividad. Descubrió que tampoco tenía paciencia para bordar,
coser ni realizar otras tareas domésticas. De poco servía que Lord Harrowing
estuviera fuera más veces de lo habitual, en ocasiones marchándose en mitad de
la noche y no volviendo durante varios días. Cuando regresaba, parecía
demacrado y distraído, sin apenas fijarse en Clarisse, salvo para besarla con
cariño en la mejilla de vez en cuando.
Finalmente,
un frío día de otoño, Clarisse se sentó a escribir una carta a su padre. Gareff
se encontraba de nuevo en uno de sus misteriosos viajes, y Ranya había caminado
hasta el pueblo esa mañana para visitar a una tía enferma.
El
cielo tormentoso se extendía oscuro y furioso fuera de las ventanas de la
biblioteca, y Clarisse se vio obligada a encender una vela para escribir, aunque
apenas era media tarde. Con letra suave y delicada, escribió sobre lo solitario
que era el campo, lo oscuro de la mansión y lo desolada que se sentía tan lejos
de la ciudad. Pero cuando dejó la pluma, supo que de nada serviría enviar la
carta. Sus sentimientos no significaban nada para su padre. Él había comprado
su nobleza con ella, y obviamente había encontrado el precio más que justo.
Despacio,
se levantó y se dirigió hacia la chimenea y puso cuidadosamente el pergamino sobre
las llamas. Observó
cómo sus bordes se oscurecían y se incendiaban. La carta se ennegreció y se
enroscó sobre sí misma como una araña moribunda. Luego se consumió.
Clarisse
permaneció de pie, suspirando. Paseó desanimada ante el fuego un rato. Luego,
casi sin pensarlo, se dirigió a una estantería en la pared del fondo. Contó
cinco estantes desde el suelo y luego recorrió con el dedo los lomos dorados de
los tomos. Sacó un pequeño volumen encuadernado en cuero verde del estante y
abrió el cierre de latón. Dentro, las páginas del libro habían sido hábilmente
vaciadas en un pequeño hueco. Dentro se encontraba una llave de hierro.
La
llave maestra de Gareff.
Clarisse
no se permitió un solo momento de reflexión. De repente, ansiaba saber qué se
escondía tras el tapiz del ático. Agarró la llave y devolvió el libro a su
ligar en la estantería.
Subió
rápidamente las escaleras, mirando hacia atrás por encima del hombro. Debía ser
precavida. Ranya podría volver en cualquier momento.
Momentos
después, se encontró sin aliento ante el almacén del ático. Con mano
temblorosa, metió la llave en la cerradura. Giró con facilidad. Se deslizó
dentro y cerró la puerta con cuidado. Un destello de luz carmesí llamó su
atención. Ahí estaba, no lo había imaginado. El rayo de sol danzó sobre el
corpiño de su vestido mientras se acercaba al tapiz. Rápidamente apartó el raído
tejido.
Era
una cerradura.
No
veía ninguna puerta, pero allí, en medio del muro de piedra, había una
cerradura. De ella procedía el rayo de luz.
"No
puede ser...," susurró al aire silencioso.
Levantó
la llave maestra y la aproximó a la cerradura. Entró fácilmente. Contuvo la
respiración por unos segundos y luego giró la llave. Se oyó un leve clic. Con
una ráfaga de aire viciado, una sección del muro se abrió hacia adentro.
Parpadeó ante el torrente de luz carmesí que emanaba. Dudando un solo instante,
entró.
Clarisse
había encontrado la ventana número cien.
Dominando
toda la pared del fondo de la pequeña habitación, había un caótico mosaico de
fragmentos irregulares y coloridos que la mareaban al contemplarlos. La luz del
sol se filtraba a través del cristal coloreado de aquella vidriera de pesadilla
y Clarisse apenas recordaba vagamente que, la última vez que miró por la
ventana, el cielo exterior había estado oscuro y melancólico, ocultando el sol.
Los dibujos sinuosos de la vidriera la aturdieron. Entonces su mirada se fijó
en una imagen en el centro de la ventana. Era un hombre.
Se
acercó lentamente, fascinada. Parecía un noble, vestido con una casaca de
terciopelo negro y calzones dorados. Una cinta roja sujetaba su larga cabellera
negra como el ala de un cuervo. El retrato estaba exquisitamente realizado;
diminutos fragmentos de cristal representaban sus rasgos serios y apuestos con
perfecto detalle. Supuso que era solo un efecto de la luz, pero había un fuego
en sus ojos de cristal tintado. Era casi como si la estuviera mirando...
mirándola con pasión. Ella negó con la cabeza. Era una mirada que nunca había
visto en los ojos de Gareff.
"¿Quién
habrá sido?" reflexionó Clarisse en voz alta. "Parece tan... tan
melancólico."
"En
efecto, mi señora", dijo una voz potente y masculina a sus espaldas,
"tiene motivos de sobra para estarlo."
Clarisse
se llevó una mano a la boca para sofocar un grito y se dio la vuelta. No había
nadie más en la habitación.
Lo
único que vio fueron los patrones de luz que la vidriera proyectaba sobre la
pared del fondo.
"¿Quién
anda ahí?", gritó, intentando disimular el miedo. "¿Dónde
estás?".
"Pues
estoy aquí, ante ti... Clarisse."
Increíblemente,
Clarisse observó cómo los patrones de luz solar de colores que se proyectaban
en la pared se arremolinaban y se movían. De repente, comprendió lo que veía.
Era el hombre. La luz que entraba por la vidriera proyectaba su imagen en la
pared. Y esa imagen se movía. Mientras observaba, el hombre fantasmal de la
pared le hizo una reverencia.
Entonces
se enderezó y sonrió. Clarisse sintió que el corazón se le aceleraba; de miedo,
sí, pero también había algo más que le aceleró la sangre. Nunca antes había
visto a un hombre tan guapo.
"¿Quién...
quién eres?" logró decir. Dio un paso en dirección a la pared. "¿Cómo
sabes mi nombre?"
"Soy
Domenic," respondió la imagen brillante del hombre. Su sonrisa se
profundizó. “Y sé mucho de ti, Clarisse. He esperado tanto tiempo para que me
encontraras aquí. Pero sabía que un día vendrías, y me liberarías de esta
prisión a la que me encuentro injustamente atado.”
Clarisse
negó con la cabeza. Esto era una locura. Sin embargo, también sentía una
excitación poderosa y vertiginosa. "¿Cómo es posible?" Miró la
ventana y luego la imagen del hombre en la pared opuesta. "Tu retrato en
el cristal no se mueve, pero tu imagen en la pared sí."
Domenic
extendió las manos. "El cristal es frágil, Clarisse. No fluye. Pero la luz
del sol..." Rió. "Ah, la luz del sol fluye como el agua."
Su
risa pareció atraparla, animarla y dejarla a la deriva. Se encontró riendo
también, por primera vez que recordase desde que llegó a Evenore.
La
risa de Domenic se apagó. "Ahora, Clarisse, ¿me liberas?" preguntó con
intensidad. "Hay una manera."
Negó
con la cabeza. ¿Por qué le costaba tanto pensar? La luz carmesí parecía llenar
su mente. "Yo... no lo sé."
Parecía
extenderle una mano, aunque su imagen se limitaba a la superficie plana de la
pared. “Libérame, Clarisse, y yo también te liberaré. Puedo llevarte lejos de aquí,
de esta solitaria mansión, de estos campos desolados.” El corazón le dio un
vuelco. “Y sí, Clarisse, lejos de él. Te llevaré de vuelta a Il Aluk, si lo
deseas, y cada noche bailaremos en un salón diferente, hasta que todos sean
nuestros.”
Dio
un paso acercándose más a la pared resplandeciente. “Pero ¿cómo... cómo
llegaste a estar atrapado ahí?”
"Era
un hombre malvado, Clarisse." Él movió tristemente la cabeza. "Un
hombre malvado, y un mago. Me atreví a enfrentarme a él, y me encerró en esta
vidriera con un hechizo.
Pero
no temas. Cuando me liberes, me encargaré de él."
Los
ojos ardientes de Domenic la perforaron. "Ve hacia la ventana, Clarisse."
Antes
siquiera en pensar hacer lo que éste le pedía, se encontró parada, una vez más,
frente a la centésima ventana.
"Mira
a través del cristal, Clarisse. Dime, ¿qué ves?"
Clarisse
se inclinó hacia delante y miró a través de los fragmentos de colores. Esperaba
ver la aldea apiñada al pie del peñasco más abajo, o el páramo interminable y
ondulado. No vio nada de eso.
Era
un mar de monstruos.
Sintió
un grito que le desgarraba el pecho, pero su garganta, oprimida por el horror,
lo ahogó. Una fina capa de sudor le cubrió la frente. Quería apartar la mirada.
Sabía que debía apartarla. Pero, por alguna razón, no podía. Las criaturas al
otro lado del cristal la tenían morbosamente cautivada.
No
podía ver la tierra, si es que las bestias habitaban sobre ella, pues la
multitud de ellas la ocultaba por completo.
Tenían
forma de personas, pero de pesadilla, pues su piel era de un verde enfermizo y
sus cabezas hinchadas eran demasiado grandes para sus retorcidos cuerpos. Los
que estaban más cerca de la ventana se giraron como si vieran a Clarisse,
mirándola con ojos irracionales y hambrientos, ardientes como brasas, mostrando
colmillos afilados como cristales rotos. Algunos vestían harapos que alguna vez
podrían haber sido ropas, y aquí y allá Clarisse vio el destello de un anillo
de plata o un collar de oro. Fue suficiente para hacerle preguntarse si estas
cosas alguna vez fueron... humanas.
"¿Qué...
qué son?" logró susurrar finalmente.
"No
tienes por qué temerles, Clarisse," respondió Domenic desde atrás.
"Todo gran señor debe tener sirvientes. Estos son míos." Su voz
pareció envolverla como una suave capa. "Ahora, Clarisse. Acércate a la
ventana. Toma mi mano."
Ella
negó con la cabeza. "¿Pero cómo?" El miedo le hacía temblar todo el
cuerpo. ¿O era deseo?
"Sólo
asómate a la ventana, Clarisse," le insistió Domenic con dulzura.
"Toma mi mano. Hazlo, Clarisse, si me amas."
No
pudo resistir más. El miedo en su pecho se transformó en una calidez poderosa y
embriagadora. Domenic era tan hermoso, tan cautivador... tan completamente
distinto de Gareff.
Se
aproximó a la ventana. Sus dedos rozaron un cristal extrañamente resbaladizo.
De repente, su mano se cerró sobre carne cálida y viva. Retrocedió, sin aflojar
su agarre, y como si emergiera de la profundidad de las aguas turbias, Domenic
emergió del cristal, como hombre vivo.
"¡Ah,
mi Clarisse!" exclamó. "¡Por fin soy libre!" La abrazó con
fuerza mientras la besaba apasionadamente. Sus ojos ardientes parecieron
encender el fuego en ella. Se aferró a él con fiereza, devolviéndole el beso
una y otra vez.
Domenic
la hizo girar, y un fragmento débil e inconexo de la mente de Clarisse notó que
ya no estaban en el ático, sino en el salón de baile de la planta baja. Pero
habían ocurrido demasiadas cosas como para que esa nimiedad la perturbara.
Domenic hizo un gesto con la mano y, de repente, un cuarteto de músicos tocaban
en el estrado, vestidos con abrigos del más fino terciopelo rojo. Los músicos
comenzaron un vals encantador y cadencioso, y Domenic la hizo girar por el
salón en una danza arrolladora y vertiginosa.
"Bailaremos
juntos para siempre, Clarisse," dijo con alegría. "¡Para
siempre!" Por un terrible instante, su sonrisa fue el reflejo de la de su
padre.
"¿Qué
he hecho?" susurró Clarisse, pero sus palabras fueron apagadas por la
dulce música. Abrazó a Domenic con más fuerza mientras bailaban, dando vueltas
por el salón hasta que se olvidó de sí misma en un dulce y ardiente sueño.
*****
¡Clarisse!
El
grito rasgó el aire del salón. Domenic detuvo el baile bruscamente, y el
impulso de Clarisse la hizo girar sin aliento. Levantó la vista y vio a Gareff
en la puerta, con sus ojos azules llameantes. Tiró su capa de montar empapada
por la lluvia y entró en el salón.
"Domenic"
siseó con desprecio. "Debería haber supuesto que encontrarías la manera de
liberarte. Y veo que has traído a tus asquerosos goblins contigo".
Clarisse
siguió la mirada de Gareff y jadeó de terror.
Ahora
veía que los cuatro músicos sobre la tarima no eran hombres, sino criaturas
como las que había visto al otro lado del cristal. Las bestias dejaron sus
instrumentos y se pusieron de pie de un salto, mostrando sus afilados dientes
con una mirada lasciva y hambrienta.
"¡Fuera
de aquí!" gritó Gareff, agitando la mano con un gesto intrincado. Los
cuatro goblins gritaron al estallar en llamas. Se retorcieron un instante de
dolor.
Entonces
las llamas se extinguieron, dejando solo cuatro pequeños montones de hollín
grasiento.
"Clarisse,
ven a mí." La llamó Domenic con urgencia, extendiendo una mano hacia ella.
Gareff
se interpuso rápidamente entre ellos.
“Atrás,
Clarisse.” Le advirtió. “Sé que has oído rumores de los aldeanos, rumores sobre
el señor de los goblins.”
Debes
saber, entonces, que es Domenic.
"En
carne y hueso." Domenic hizo una reverencia con un floreo. Él y Gareff
comenzaron a rodearse con cautela.
"Hace
años, Domenic gobernó estas tierras imponiendo el miedo, Clarisse, capturando
aldeanos y transformándolos por medios atroces en goblins." La voz de
Gareff tembló de asco. "Pero finalmente lo detuve, aprisionándolo en la vidriera.
Desde entonces he recorrido estas tierras, persiguiendo y destruyendo a las
últimas de sus viles creaciones. Intenté ocultártelo para protegerte, Clarisse.
Ahora veo que estaba equivocado.
"Me
derrotaste una vez con tus artimañas, Harrowing." espetó Domenic. "No
volverás a hacerlo." Separó las manos. Una luz carmesí crepitó entre
ellas. "Esta vez descubrirás lo que se siente al transformarte en
goblin." La energía brillante entre sus manos se arqueó hacia Gareff.
Clarisse gritó, retrocediendo contra la pared.
Justo
cuando la energía lívida y color sangre lo alcanzaba, Lord Harrowing cruzó las
muñecas y cantó en una lengua extraña y disonante. Un círculo de luz verde se
formó ante él, bloqueando el resplandor carmesí. Domenic maldijo violentamente.
"Tu
magia ha disminuido durante tu confinamiento." Lo provocó Gareff. Murmuró
el extraño conjuro de nuevo, y el círculo de luz verde creció hasta rodearlo
por completo. Entonces, un aro esmeralda comenzó a extenderse, repeliendo la
abrasadora magia carmesí que emanaba de las manos del apuesto señor de los
goblins.
"Y
tú eres un viejo débil e ingenuo." Dijo Domenic apretando los dientes. Un
fuego escarlata crepitaba por todo su cuerpo, extendiéndose para enredarse con
el resplandor verde invocado por el conjuro de Gareff.
Clarisse
movió la cabeza horrorizada, observando cómo los dos magos se atacaban con
todos sus poderes. El sudor corría por el rostro de Lord Harrowing, y Domenic
fruncía el ceño con un esfuerzo supremo. A medio camino entre ellos, la magia
esmeralda se entremezclaba con la carmesí en una fuente hirviente de chispas.
Gareff palidecía, sus pobladas cejas se fruncían mientras se concentraba, y
Domenic temblaba. Sin embargo, la violenta unión de sus magias se mantenía
igualada. Estaban en un punto muerto.
"¡Clarisse!"
gritó Domenic. "¡Debes ayudarme!"
La
angustia de su voz le desgarró el corazón. Dio un paso vacilante hacia él.
“¡No,
Clarisse!” gritó Gareff. “No le escuches. Te lo ruego, ven a mí. Puedes
ayudarme a derrotarlo de una vez por todas.”
Clarisse
se quedó paralizada, mirando a uno y a otro hombre. La magia impregnaba el aire
con el acre aroma del relámpago.
“Eres
mi esposa, Clarisse.” Gruñó Gareff con severidad.
“Debes
hacer lo que te digo. ¡Ven a mí!”
“No,
Harrowing, ya no es tuya.” Jadeó Domenic. “Su alma es mía. Ahora me pertenece.”
Clarisse
negó con la cabeza. "No..." Susurró, alejándose de los dos magos.
"¡Nunca
la tendrás, Domenic!" gritó Lord Harrowing con furia. La magia esmeralda recobró
fuerza.
"¡Clarisse
es mía!"
Un
fuego carmesí brotó de las manos de Domenic, contrarrestando la creciente
incandescencia verde. "No, Harrowing. ¡Es mía!"
Clarisse
dejó escapar un grito de angustia. Aferrándose el vestido por encima de los
tobillos, se dio la vuelta y huyó de la habitación. Corrió por pasillos en
sombras, dejando atrás los gritos desesperados de los dos hombres. Atravesó el
gran salón. Los retratos de los antepasados de Harrowing parecían mirarla
acusadoramente desde las paredes. Temiendo haberse vuelto loca, siguió corriendo.
Se
detuvo bruscamente, parpadeando sorprendida. La vidriera brilló ante ella. No
recordaba haber venido hasta aquí. Pero eso no importaba, pues ahora la asaltó
un pensamiento, un pensamiento aterrador, pero a la vez terriblemente
apremiante. Sabía que no podía elegir entre Lord Harrowing y Domenic. Ninguna
forma de prisión era mejor que otra. Cada hombre creía poseer su alma.
Pero
Clarisse ahora lo sabía. Su alma le pertenecía, y podía hacer con ella lo que
quisiera. Ya no fingiría ser débil.
"Hay
una opción más." Murmuró en voz baja, acercándose a la centésima ventana.
Miró
a través del brillante cristal coloreado; un cristal que percibió más antiguo
que Lord Harrowing, más antiguo que Evenore, tan antiguo como la misma campiña
desolada y sombría. Extendió la mano y la metió en la ventana. El cristal no se
rompió. En cambio, fue como si hubiera sumergido el brazo en agua tibia color
rubí.
Sintió
el roce de una docena de manos frías y con garras sobre la suya.
Clarisse
sonrió.
Momentos
después, atravesó la puerta del salón de baile y vio a los dos hombres
enfrascados aún en su duelo mágico. Ambos estaban grises y demacrados por el
agotamiento.
“¡Clarisse, debes elegir entre
nosotros! Exclamó Lord Harrowing.
“Sí, Clarisse.” La voz profunda
de Domenic se volvió ronca.
“¿A
quién te entregarás? ¿A él o a mí? ¡Tienes que elegir!”
Clarisse
se acercó a los dos hombres, con su vestido de seda crujiendo. “¿De verdad?”
dijo con sarcasmo. “¿Debo elegir cuál de ustedes me poseerá como a una yegua?”
Los
dos hombres la miraron sorprendidos.
“¿No
es eso todo lo que soy para ustedes?” continuó con voz dura. Los hombres
negaron con la cabeza, atónitos. Su magia brillante flaqueó. Toda mi vida me
han tratado como si fuera una mera posesión: mi padre, usted, Lord Harrowing, y
sí, usted, Domenic. Un objeto para vender y comprar, o un premio para seducir,
ganar y usar. Pero nada más.” Se rió, con una risa fría y cristalina. “Querían
saber mi decisión, caballeros. Pues bien, es esta: no los elijo a ninguno de
los dos.”
Antes de que ninguno de los dos pudiera reaccionar, Clarisse alzó los brazos. "¡Vengan a mí, amigos!", gritó exultante.
De
repente, una fría niebla se derramó por las puertas y ventanas del salón de
baile. De la niebla surgieron docenas de figuras encorvadas y retorcidas, con
ojos que brillaban vorazmente. Goblins. Las criaturas rodearon a los dos magos.
La magia carmesí y esmeralda titiló y se desvaneció mientras Clarisse observaba
con satisfacción.
"¡Clarisse,
no!" gritó Gareff.
"¡Por
favor, mi amor!" gritó Domenic.
Sus
palabras se convirtieron en gritos cuando los goblins cayeron sobre ellos.
*****
El
día se cernía lúgubre sobre Evenore, pero a Clarisse no le importó.
Despidió
a un grupo de temblorosos campesinos de la puerta de la mansión, no sin antes
arrojarles unas cuantas monedas. Cerró la enorme puerta de caoba y se giró para
pasear por el gran salón, acariciando con suavidad jarrones antiguos y tapices
caros. Se deleitó con la ornamentada belleza del salón. Ahora era suyo. Todo.
La gente de la aldea de abajo había empezado a llamarla la Dama de Evenore.
Clarisse pensó que el título le sentaba de maravilla.
Tarareando
distraídamente para sí, subió las escaleras. Se encontró en una habitación del
tercer piso, una estancia que recientemente había sido ampliada y amueblada. Se
acercó a una cortina de terciopelo negro y tiró de un cordón dorado. La cortina
se levantó y una luz carmesí se derramó, reluciendo en la perla del cuello de
Clarisse.
La
vidriera brillaba a pesar de la penumbra del día. En la misma, intrincadamente
representada en mosaico de vidrio, dos hombres forcejeaban, abrazados a muerte,
con expresiones de angustia gélida e incesante en sus rostros.
Clarisse rió suavemente mientras soltaba el cordón dorado. La cortina volvió a su lugar, ocultando la vidriera, mientras la Dama de Evenore se giraba para salir de la habitación.
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