Cuando, después de casi tres años
en paro, Fermín encontró un empleo estaba completamente entusiasmado a pesar de
rozar ya los cuarenta años de edad. Ser jardinero del cementerio de la
localidad vecina, no era el trabajo de su vida, pero le permitiría pagar las
deudas acumuladas durante esos años de desempleo y poder permitirse algún
capricho muy de vez en cuando.
En los días posteriores, pudo observar como a media tarde acudía
siempre al cementerio una señora bastante mayor que depositaba un ramo de flores
en una tumba diferente cada día y se quedaba sentada junto a ella hasta que el
cementerio cerraba. Esto alimentó su curiosidad.

-“Buenos tardes, señora” - saludó
cortésmente Fermín mientras se aproximaba a ella secándose el sudor con el
dorso de la mano.
-“Buenas tardes, joven” - respondió
la anciana de manera educada.
-Viene usted mucho al cementerio.
Debe tener muchos familiares enterrados aquí.
-La verdad es que no. No tengo
ninguno.
-¿Entonces? – Preguntó más
intrigado aún.
-Me gusta venir y escuchar sus
historias. Cómo vivieron y cómo murieron. Ellos me hablan desde la soledad de
sus tumbas y yo… Bueno yo, simplemente, les escucho.
Fermín se quedó completamente
estupefacto. Se levantó una pequeña brisa que meció los cipreses cercanos y el
sol le deslumbró. Parpadeó varias veces y cuando abrió los ojos sólo quedaba el
pequeño ramo de flores sobre la tumba.
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